El trineo que te conduce a la cocina

Por ANDRÉS TAPIA

La última vez que vi a mi abuela fue en un sueño. Yo vivía entonces en Berlín, en un apartamento situado en el número 46 de la Görtlitzer Strasse, frente a un parque maravilloso situado en el barrio de Kreuzberg.

Ese parque, un rectángulo de quizá unos 1500 metros de perímetro, albergaba, entre otras cosas, a una pequeña colina o un gran mónticulo. Tendría acaso unos diez metros de altura y, durante el invierno, cuando la nieve transformaba al Görtlitzer Park en una postal, los niños del vecindario trepaban con sus trineos y se dejaban caer una, cien y mil veces desde la cima hasta el suelo.

Desde una ventana situada en el quinto piso de un edificio que debió haber sido edificado en la década de 1950, les contemplaba con la envidia sólo propia de alguien que tardó 33 años en percibir la sensación de un copo de nieve en las palmas de las manos.

Alguna ocasión, que en realidad fueron más de dos ocasiones, descendí los 100 escalones que mediaban entre el apartamento de mi amiga Aracelí Vicente y aquella colina-montículo cubierta de nieve, con la sacrílega intención de pedirle a uno de esos chicos que me prestase su trineo para trepar a la cima y luego descender como ellos. Pero nunca me atreví.

Los trineos de aquellos chicos me recordaban un carro de arrastre que mi abuelo me hizo cuando era niño. O al menos quiero creer que me lo hizo a mí. Era un carro de madera, con rejillas a los cuatro costados, ruedas de caucho rígido y un mango de metal.

En ese carro de arrastre, mi hermana Claudia y yo conocimos la calle en la que vivíamos, mientras mi abuelo, como un caballo percherón, halaba de aquel armatoste, de nosotros, y nos contaba historias que nunca podremos recordar.

Un día –no sé qué día– decidí que no sería más el niño al que transportaba su abuelo en la parte trasera de aquel carro. Y por derecho propio, o usurpación, me apropié de él y dejé de ser un pasajero para convertirme en el capitán. No lo recuerdo, pero supongo que fueron mi hermana, y una perra llamada Mickie, mis primeras pasajeras.

Fue al final del verano del año 2002 –cuando el viento del otoño amenzaba, los trineos se oxidaban y la hierba de aquella colina-montículo aún florecía con descaro–, que vi a mi abuela por última vez.

Ella había muerto en enero de ese año, luego de una agonía de varios meses, en la misma cama en la que la vi incorporarse, ausentes mi madre, mi tía Graciela y mi tío Alfonso, para pedirme que le diese un sorbo de Coca-Cola: su enfermedad la hacía retener líquidos y hierro y por ello sólo le estaba permitido beber un par de vasos de agua al día. “Dame Coca-Cola”, susurró pueril en contrapunto a su ancianidad, “tu madre y tus tíos me están matando de sed”.

En el sueño yo despertaba. La ventana de mi habitación estaba abierta y miraba, por el rabillo del ojo, el parque Görlitzer. El sol patinaba con su luz la hierba, la colina montículo estaba llena de niños y uno tras otro se dejaban caer desde la cima en sus trineos. “Hace falta la nieve”, me dije mientras abría la puerta de la cocina. Detrás de ésta, en un gancho empotrado a modo de perchero, descubrí el rostro de mi abuela.

Estaba colgado como si fuese una chaqueta, pero en realidad era una máscara. Vacías las órbitas, platinado su cabello, las arrugas exactas y perfectas, aquella máscara parecía la gabardina o el abrigo que alguien deja en la puerta para recordar y protegerse de los días lluviosos, del viento, de la nieve.

Desperté casi llorando. Abrí la puerta de la cocina, contigua a mi habitación, y encontré a Araceli que preparaba el desayuno. Entre sorbos de café y cigarrillos le conté de mi sueño.

Cuando mi abuela murió no pude verla. Quiero decir que no tuve el valor de contemplar su rostro ya sin vida. Abierto su ataud, fui incapaz de acercarme hasta ahí para mirarla por última vez. Ocho meses más tarde, sin embargo, su rostro muerto apareció colgado en la puerta que comunicaba mi habitación con la cocina.

El fuego es algo muy extraño. Lo mismo destruye que convoca. Alrededor de fogatas, los primeros hombres del mundo se congregaban para calentarse primero, y un poco más tarde para cocinar la caza del día.

Sea invierno o verano, sea el Sahara o el Polo Norte, en Israel o Palestina, con el fogón encendido o apagado, los humanos se reúnen en torno al fuego. O en el lugar que habita el fuego. Y el lugar que habita el fuego, en cualquier sociedad, religión o cultura, es la cocina.

El lugar más feliz que recuerdo es la cocina de mi abuela. Alacenas blancas, estanterías blancas, un frigorífico blanco, una estufa blanca. Un sitio no muy grande que, sin embargo, era capaz de contener a una legión hambrienta. Y al mismo tiempo saciarla.

Durante los inviernos, ella solía pasar horas ahí cocinando galletas que luego envolvía en bolsas de celofán y nos entregaba a modo de regalos la mañana de Navidad.

La casa de mi abuela, un lugar situado al norte del norte de la Ciudad de México, era una casa muy fría. Durante los inviernos, mi abuelo solía encender todas las noches calentadores eléctricos para atemperar el frío. Dormir ahí no era muy distinto de hacerlo a cielo abierto en el Polo Norte. Y, sin embargo, es uno de los dos lugares más cálidos en los que he dormido.

El otro es aquel apartamento de Görlitzer Strasse, en Berlín, que aún existe y que nunca olvidaré. Sea porque ahí, durante el invierno del año 2001, descubrí que la felicidad es algo parecido a descender de una colina-montículo en un trineo, o porque, algunos meses más tarde, mi abuela se me apareció en un sueño para decirme que el frío es una circunstancia que puede doler y herir, pero al mismo tiempo es un salvoconducto que conduce a los seres humanos al fuego… o al lugar en el que habita el fuego.

Enciende la estufa. Corta pan y embadúrnalo de mantequilla. Espolvorea un poco de azúcar o no. Ponlo sobre una sartén. Cinco minutos más tarde, al conjuro del más delicioso de los aromas, volverás a tu infancia, te verás montado en un carro de arrastre o descendiendo en un trineo de una montaña de nieve. En la Ciudad de México o en Berlín, poco importa dónde.

A final de cuentas el fuego habita en una cocina.

Ese fuego que fue y siempre será tu abuela…