Por ANDRÉS TAPIA
Una tarde de primavera de hace cinco años, mientras vacacionaba en Londres, me dirigí a Covent Garden con la intención de tomar fotografías de los edificios circundantes. La cámara que llevaba conmigo contaba con un visor especial que podía plegarse horizontalmente, haciendo posible de ese modo tomar fotografías sin colocarse el visor a la altura de los ojos. Este dispositivo permite a su portador, llegado el caso, tomar fotografías sin que un objetivo se percate de ello.
Tras haber concluido con la tarea que me había propuesto, me senté en la acera a observar a los traunsentes. Inadvertidamente, comencé a tomar fotografías de las mujeres que caminaban por la plaza o, al igual que yo, se hallaban sentadas o escuchaban a los músicos callejeros. Con la cabeza baja y la cámara colocada en el regazo, logré fotografías maravillosas a partir de hallarme pertrechado en una suerte de trinchera que me permitía “cazar” a mis objetivos sin que estos se dieran cuenta de mis intenciones.
Si no se está consciente de que uno es el objetivo de una fotografía, un fotógrafo avezado es capaz de arrancarle a uno el alma. No soy fotógrafo profesional, carezco de técnica y disciplina. A cambio, poseo un sentido del drama agudizado que me permite elaborar notables puestas en escena. Gracias a esto, aquella tarde de mayo del año 2009 pude “robarle” el alma a cuatro o cinco mujeres que se cruzaron delante mío.
Si alguien encuentra en las líneas superiores un dejo de nostalgia, no se equivoca. Hubo un tiempo en el que tomar fotografías implicaba retratar al mundo y a los seres que nos rodeaban, hayan estado éstos conscientes o no de que eran el objetivo de un fotógrafo furtivo. Esto no significa que hallamos dejado de hacerlo de manera tajante, pero ciertamente hemos encontrado, a partir de la revolución tecnológica de la última década, un objetivo mucho más fascinante que aquello que de algún modo estábamos obligados a mirar: lo que no mirábamos porque no podíamos verlo. Esto es: nosotros mismos.
Tomarse una foto a uno mismo no es algo nuevo. Ocurre desde hace mucho tiempo, pero nunca había implicado una tendencia o una moda. Quizá porque para hacerlo había que disponer de un espejo, o de una cámara con temporizador integrado. Pero, excepto los fotógrafos profesionales o algunos aficionados incipientes, ¿quién se autoencuadraba, oprimía el obturador y corría para posar para sí mismo?
Si me lo preguntan, yo aún sigo maravillado con el advenimiento de Internet y el surgimiento de los smartphones, dos invenciones que mucho tienen de nihilistas y que, consecuentemente, han devenido en una suerte de culto al ego. Un culto que, si se analiza a profundidad, trasciende al fenómeno del selfie (literalmente autorretrato) fotográfico y a la moda que se ha implantado a partir de éste.
Antes que la fotografía, existió la pintura. Antes que los fotógrafos, quienes retrataban el mundo que veían eran los pintores. El año 1656, Diego Velázquez concluyó una de las obras pictóricas más trascendentales en la historia del arte y la humanidad. El cuadro Las Meninas, que exhibe una escena de la familia del monarca Felipe IV, no sólo representa una prefiguración del realismo pictórico y una anticipación a las posibilidades de la fotografía, sino también supone la piedra filosofal del selfie moderno.
En tanto Velázquez es un actor más en una puesta en escena creada por él –un actor de reparto, ciertamente, pues el foco y la luz se hallan puestos en la Infanta Margarita Teresa de Austria y en sus meninas–, su presencia en el cuadro, si bien no accidental sino incidental, presupone una fuga del anonimato de aquel que por la naturaleza de su oficio estaba condenado a permanecer tras bambalinas.
El propio Velázquez estaba consciente de ello. Tanto que su actitud es la de aquel que no está seguro de querer formar parte de ese todo que está retratando, y su pose parece sugerir que se incorporó a regañadientes al cuadro. El espejo que se mira al fondo, en el que aparecen los reflejos de Felipe IV y Mariana de Austria, es la pista que deja el pintor español para advertir a los habitantes del futuro, que la imagen de uno mismo es un objetivo válido, y que utilizar un espejo para mirarse a uno mismo y autorretratarse, una técnica de vanguardia.
Velázquez no fue el primero en pintar una imagen a partir de un espejo. El pintor flamenco Jan van Eyck, en El Matrimonio Arnolfini (1483) se autorretrata en un espejo que aparece al fondo de la escena, justo entre las figuras de Giovanni de Arrigo Arnolfini y su esposa, y si bien su figura es apenas un detalle que debe observarse con lupa, representa el ego del artista anónimo condenado a retratar al mundo y a permanecer en las sombras. Es muy posible que Velázquez se haya inspirado en este cuadro de Van Eyck, y si así ocurrió, llevó la idea del pintor flamenco hasta sus últimas consecuencias.
Carentes del talento de Van Eyck y Velázquez, pero hoy portadores de una herramienta que ellos ni siquiera imaginaron, hemos abandonado el lado oscuro de las imágenes para situarnos en ellas. Las cámaras de los smartphones cuyas lentes son capaces de rotar 180 grados para permitir al “fotógrafo” incorporarse a la escena, no sólo posibilitan este acto de justicia: también, y eso también se le debemos a Velázquez, nos permiten reconocernos como seres individuales y eróticos.
La desnudez en el arte es tan antigua como el arte mismo. Y lo mismo puede decirse de la contemplación de la propia desnudez. En Venus del espejo, un cuadro que Diego Velázquez pintó entre 1644 y 1648 –es decir, previo a la creación de Las Meninas–, la diosa Venus aparece desnuda, de espaldas, postrada sobre una cama, mientras su hijo, Cúpido, sostiene un espejo en el que ella se admira.
Habiendo encallado hace unos días en el llamado celebgate, la filtración pública a través de Internet de una serie de imágenes de desnudos de actrices, modelos y cantantes de fama mundial, hemos iniciado una discusión acerca de la pertinencia moral y ética de observar tales imágenes que fueron sustraídas de “la nube” en un acto que, a no dudarlo, presupone una invasión a la intimidad.
Muchas de esas fotos, la gran mayoría, son selfies que fueron tomadas con el concurso de un espejo. Algunas habrán sido tomadas con la intención de agradar a alguien más; otras más, para satisfacerse, como Narciso, con la contemplación de la propia belleza. En ningún caso, supongo, para consumo público masivo.
Hace unos días, un amigo fotógrafo, uno de los fotografos más extraordinarios que conozco, se tomó una foto desnudo y la subió a Facebook. Entiendo que lo hizo porque lleva meses haciendo ejercicio, porque se siente orgulloso de sus progresos, y porque su cuerpo tonificado y musculoso quizá merecía ser exhibido en un escaparate. Un poco más tarde retiró la foto, acaso vapuleado por el celebgate.
Tengo muy claro que Apple, la compañía fundada por Steve Jobs, tendrá que dar muchas y muy pertinentes explicaciones en relación a su nube, iCloud, otra de las bondades que nos ha legado la revolución tecnologica de las últimos tiempos, y ya se ve que entre todas sus bondades tiene un lado muy oscuro. Por lo mismo creo que más que el malnacido que se robó las imágenes y las exhibió públicamente, el verdadero culpable es aquel te prometió resguardar tus imágenes y al final no lo hizo. Llamese Apple o cualesquier otra empresa de almacenamiento en la nube.
Los tiempos han cambiado aunque de algún modo seguimos haciendo las mismas cosas. Hace cinco años tomé una serie de fotos a una veintena de mujeres a las que me ufano de haberles robado el alma. Hace un par de días, me hice un selfie con la camiseta de la Selección Alemana de Fútbol. Luego me la quité y me hice una desnudo.
Tomarse una foto a uno mismo: frente a un espejo, con un smartphone, con otros o solo y quizá desnudo, para sí mismo o para otros, es una idea que tuvo el pintor español Diego Velázquez en el Siglo XVII.
Cuatro siglos más tarde, para bien o para mal, se ha puesto de moda.