James Foley: la dignidad ante el horror

Por ANDRÉS TAPIA

El día de ayer asistí, como millones de personas en el mundo, a la ejecución del reportero James Foley, un colega que fue decapitado por una organización terrorista llamada Estado Islámico, acaso una escisión de Al Qaeda.

Quisiera decir que, como todos aquellos que contemplaron el video –quiero creer que fueron todos–, lo hice horrorizado. Pero no fue así. No quiero decir con ello que no lamento, maldigo y condeno un acto tan brutal como el que padeció James Foley, un hombre, un periodista cuyos únicos pecados fueron nacer en los Estados Unidos y haber buscado la verdad en el lugar equivocado en el momento equivocado. Por el contrario, lo lamento, lo maldigo y lo condeno como nadie, especialmente porque dos actos similares cometidos en contra de los también estadounidenses, Daniel Pearl (febrero 2002) y Nicholas Berg (mayo 2004), sirvieron de ejemplo e “inspiración” para que en México, el país en el que nací y vivo, se instaurase el horror.

Pearl fue asesinado por ser estadounidense y judío; Berg, por su parte, fue decapitado a modo de retaliación por las torturas y abusos cometidos en contra de prisioneros iraquíes, por el ejército de los Estados Unidos en la funesta prisión de Abu Ghraib. Al igual que Foley, sus ejecuciones fueron filmadas y los vídeos expuestos en Internet. Para “fortuna” suya, el concepto tecnológico conocido como High Definition entonces era un proyecto naciente y en desarrollo.

El video de la decapitación de Pearl fue hecho público, pero su difusión fue mínima; el de la muerte de Berg, en cambio, a pesar de haber ocurrido cuando YouTube no existía, tuvo alcance mundial. En México, en ese tiempo, comenzaba a gestarse una guerra entre diversos cárteles de drogas. Y si bien la violencia siempre ha estado asociada al narcotráfico y al crimen organizado, los enfrentamientos y ejecuciones aún eran “convencionales”.

El advenimiento de la era de Internet lo cambió todo. Eso y la contemplación por parte de algunos narcotraficantes mexicanos del video en el que Berg fue decapitado. Algún tiempo después de la muerte de Berg, en México circuló un video en el que cuatro integrantes del Cártel de los Zetas eran interrogados. Sentados en el suelo, con las manos esposadas, dos de ellos al frente y dos a las espaldas, respondían preguntas de sus captores mientras lonas de plástico negro, dispuestas debajo y detrás de ellos, parecían presagiar algo insólito y cruento. Y no era sólo teatralidad: al final del video, uno de los hombres recibe un disparo en la cabeza.

Precisar los tiempos y la historia del horror no es tarea grata. Máxime si se vive en el territorio donde el horror se ha fijado los pies. Dicho video fue la entronación de la decadencia en la sociedad mexicana, el primer síntoma de la gangrena que padece México, la ámpula reventada cuyo pus supuso un contagio que nadie, en la peor de sus pesadillas, hubiese imaginado.

Pero aquel horror, aquel prurito de horror, contemplado a la distancia es hoy apenas una mancha de acné. En el verano del año 2006, en un centro nocturno de mala muerte situado en la ciudad de Uruapan, en el estado mexicano de Michoacán, un grupo de criminales ingresó al lugar tan sólo para arrojar las cabezas de cinco hombres a la pista de baile. No hubo un video de aquello, tan sólo la noticia recogida por la prensa nacional, pero de ahí a relacionar el acto de la decapitación con la filmación y más tarde exhibición del mismo como un método de amedrentamiento, como propaganda del horror –no sólo dirigida a los rivales sino a la sociedad y al estado mismo–, resultó algo tan instintivo como empezar a caminar después de haber gateado.

De ser un conflicto regional entre bandas rivales, pasó a ser un asunto de estado. Elegido presidente de México para el periodo 2006-2012, Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. La guerra se tornó mucho más violenta, y la tecnología mucho más compleja. Y portátil. La llegada de los llamados smartphones otorgó a cualquier persona la oportunidad de tomar fotografías y video, en tanto que la aparición del sitio YouTube representó la posibilidad de exhibirlos públicamente y, con un poco de suerte, convertirlos en los “éxitos” del verano, más allá de que al detectar YouTube y Google la perversa naturaleza de dichos videos, procedieran a retirarlos.

Surgieron, sin embargo, páginas de Internet especializadas en narrar los pormenores de la guerra en contra del crimen organizado, y fue en estos sitios donde los videos del horror encontraron su nicho y mejor escaparate. Las decapitaciones y ejecuciones se convirtieron en el “prime time” de estas páginas que en la terminología de los tiempos que corren no son otra cosa más que blogs, de acuerdo a la acepción que da la RAE: “Sitios web que incluyen, a modo de diario personal de su autor o autores, contenidos de su interés, actualizados con frecuencia y a menudo comentados por los lectores”.

El horror en México se volvió entretenimiento. Y en la perversa diversificación de sus formas amplió sus contenidos y alcanzó un público cada vez mayor. No bastaba con decapitar viva a una persona: si eran tres, cuatro o cinco el efecto exponencial del miedo era mucho más potente. Añadir tortura extrema, mutilaciones, sierras eléctricas, disolución de los cadáveres en ácido y música (¡oh, sí, música!), resultó tan simple como crear un departamento de efectos especiales.

Aunque no con la frecuencia con que ocurrió en la “epoca dorada” (2006-2012), los videos de muerte y tortura aún tienen lugar y siguen exhibiéndose. ¿Tendría que decir que por fortuna son menos, que el horror se volvió aburrido, que la sociedad mexicana desarrolló músculos ante el miedo? ¿O sería mucho más decente lamentar el que uno sólo de esos videos haya tenido lugar en México?

La decapitación de James Foley conmovió al mundo: Barack Obama y James Cameron interrumpieron sus vacaciones; el canciller francés, Laurent Fabious, se declaró indignado por el hecho, y el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, lo calificó de “crimen abominable”.

A mí también me conmovió, aunque lo execrable del acto mismo –principalmente por haber asistido al imperio del horror que el crimen organizado, el narcotráfico, la corrupción del gobierno mexicano y la indolencia de la sociedad misma crearon, potenciaron y permitieron– haya agotado mi capacidad de horror y de asombro.

He dicho aquí, en este blog, en otras páginas, a mi familia, a mis amigos, que el mundo es una mierda. Hoy lo reitero. Un mundo que permite, potencia y justifica actos tan abyectos como la ejecución de James Foley, debe serlo. Un mundo en el que existe un país como México, cuyos gobernantes permitieron que el imperio del horror se asentase en su geografía, del mismo modo en que una plaga de langostas aniquila una cosecha de trigo, tiene que serlo.

Perdida mi capacidad de horrorizarme, me quedo, sin embargo, con la dignidad de James Foley: su ausencia de miedo frente a la muerte –su injusta muerte– y la admiro con el más genuino y puro de los asombros, el primigenio, aquel que por ser el primero y da origen a todo, no desaparece jamás.

Ni siquiera con la muerte.