Por ANDRÉS TAPIA
El año de 1988 me perdí en una zona boscosa en las faldas de un volcán conocido como Nevado de Toluca, el cual se localiza en el Estado de México, la región que rodea a la ciudad del mismo nombre. Buscaba un campamento donde se filmaba una película, pero perdí una indicación en la carretera y descendí del autobús en un punto equivocado. En algún momento divisé un sendero, lo seguí; dos horas más tarde estaba absoluta y totalmente perdido.
En ese tiempo la telefonía celular era tan sólo una promesa incipiente y los sistemas de comunicación un lujo inasequible. Excepto intentar volver sobre mis pasos o seguir adelante, no había mucho más que pudiera hacer.
Explorador por accidente, pasé por alto aquella advertencia infantil del cuento de “Hansel y Gretel”: marcar el terreno con algo que no fuesen mendrugos de pan para así asegurarme el camino de regreso a casa.
No tenía agua, hacía frío y el sol poco a poco y peligrosamente comenzó a descender por el horizonte. Excepto alguna ráfaga de viento agitando los árboles y mis zapatos haciendo crujir trozos de ramas y hojas muertas, no se escuchaba nada más.
Fue justamente el silencio –uno de los más absolutos, inquietantes y al mismo tiempo sorprendentes que he escuchado en mi vida– lo que me condujo de regreso a casa. Cerré los ojos, me concentré y como si se tratase de un sueño percibí un rumor extraño, innatural para el paisaje que contemplaba, pero muy familiar para el habitante de una metrópolis. Tal sonido no era otra cosa más que los motores de los automóviles y autobuses que circulaban en la carretera. Me orienté a partir de ellos y así conseguí volver a la civilización.
Eso ocurrió hace 27 años.
Hoy día, para determinar el lugar en el que una persona se encuentra situada en el planeta Tierra, basta con hacer uso de la aplicación Google Maps en un teléfono inteligente y un punto azul señalará en la cartografía de una ciudad un círculo de unos 30 metros de diámetro en donde sin margen de error dicha persona se hallará. Y si se quiere ser mucho más preciso, hay aplicaciones que determinan con exactitud las coordenadas de ese punto.
Lo más sorprendente es que –o al menos a mí me sigue pareciendo sorprendente– a la señal emitida por el GPS del dispositivo le es suficiente un segundo para rebotar en una antena, subir a un satélite y descender con la ubicación.
En el pasado, no ese pasado que he relatado aquí y que sólo tiene 27 años, volver a casa era mucho más complicado.
Los primeros navegantes, para no extraviarse, solían seguir el contorno de las costas de las cuales partían. A los fenicios dicho método les sirvió para recorrer Oriente Medio y todo el Mediterráneo; los chinos hicieron lo propio en el Mar Oriental de China, descubrieron la Península de Corea y un poco más tarde un archipiélago que hoy se llama Japón. Los vikingos, por su parte, recorrieron todo el Mar Báltico, el Mar del Norte, llegaron a Gran Bretaña y un día, incluso, se aventuraron mucho más allá y llegaron a Islandia, Groenlandia e incluso al norte de América.
Pero si bien partir es sencillo, volver no lo es tanto.
Los habitantes de la antigüedad ignoraban que la Tierra era esférica, los conocimientos y tecnología de los que disponían para trazar mapas insuficientes, y sólo se dejaban guiar por sus espíritus aventureros, sus deseos de conquista y por la posibilidad de mejorar de un modo u otro su modo de vida.
Eran sus emociones, principalmente (o pensamientos emotivos, si se quiere ver así) lo que gobernaba sus acciones. Sin embargo, les asistía la capacidad de inteligir y pensar, virtud que con el paso del tiempo convertiría a la raza humana en la especie dominante entre todas las que pueblan la Tierra.
Cuando uno se aleja lo suficiente de una costa, no hay en los mares y océanos señales suficientes que determinen un rumbo o camino. Una gaviota puede sugerir la cercanía de la tierra, pero las aves son mucho más aventureras e inconscientes que los hombres.
Puestas las cosas así, los primeros viajeros tuvieron que mirar al cielo para encontrar en él alguna señal que les garantizara el regreso a casa.
Y lo que encontraron fueron el sol, la luna y las estrellas.
El primero y la segunda, decidieron casi de inmediato, se “movían”. Las últimas también, pero su movimiento era mucho menos tangible o evidente. Pero el movimiento de la Luna no ofrecía señales concretas de una posición de navegación; el sol –que en realidad no se movía– sí.
Inventaron entonces un instrumento con el cual poder trazar y seguir una ruta a partir de la sombra que un trozo de madera que flotaba sobre una especie de bandeja llena de agua reflejaba en ésta. No era exacto ni podía serlo: si el cielo estaba nublado no había manera de mantener la coincidencia. Pero era un principio. Y siempre había, con la vuelta del sol, la posibilidad de volver a seguir la ruta.
Así descubrieron que el sol servía para marcar la ruta de ida. Pero también que no garantizaba la ruta de vuelta.
Fue entonces que recurrieron a las estrellas.
La estrella más brillante de la llamada constelación de la Osa Menor tiene alternativamente por nombre Polaris, Estrella del Norte o Estrella Polar. En tanto los primeros y más grandes navegantes que registra la historia realizaron sus incursiones en el Hemisferio Norte, esa estrella brillantísima se convirtió en la esperanza de volver a casa.
Hoy tenemos la certeza de que el sol no se mueve, la Luna sí. Que las estrellas permanecen fijas en la bóveda celeste, pero que los movimientos de rotación, translación y nutación de la Tierra las hacen parecer móviles a nuestros ojos, si bien su aparente “movimiento” nunca es flagrante.
Y también sabemos que si un día –cómo yo, hace 27 años– nos perdemos, basta con activar la aplicación de Google Maps para hallar el camino de regreso a casa.
Las coordenadas de mi ubicación actual son Latitud 19.426626, Longitud -99.173159. Tanta exactitud me abruma, pero yo, paradójicamente, me siento más perdido que nunca.
Acabo de apagar mi iPhone y he salido al balcón.
La noche es clara y sé que si miro al norte hallaré una constelación en la cual brilla una estrella que en realidad son tres estrellas cuya luz converge en un mismo punto de la bóveda celeste.
Es Polaris.
La misma estrella que hace cientos de años los viajeros buscaban en el cielo.
Y mirando su luz es como lograban volver a casa…