Vergangenheitsbewältigung

Por ANDRÉS TAPIA

A Karen, quien erróneamente cree la subestimo

En el prólogo de sus memorias (Erinnerungen, 1969), Albert Speer, arquitecto de Hitler y Ministro de Armamento del Tercer Reich, escribió a propósito de su juicio en Nuremberg:

Jamás se me borrará de la mente un documento que mostraba a una familia judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer y sus hijos (…). Fui condenado a veinte años de prisión por el Tribunal de Nuremberg (…) La condena, siempre poco adecuada para medir la responsabilidad histórica, terminó con mi existencia burguesa. Aquella fotografía, en cambio, despojo mi vida de toda sustancia. Sobrevivió a la sentencia.

El día de ayer, una noticia y una fotografía reventaron los portales online de los periódicos y sitios de noticias más trascendentes del mundo. La foto y la noticia retratan y perfilan la figura y la vida de un anciano de 93 años que ingresó a una corte en la ciudad alemana de Lüneberg, en Baja Sajonia, para ser juzgado por unos crímenes que no cometió hace más de 70 años, pero que sí atestiguó, calló y consintió.

Yo le había visto antes y conocía su nombre, pero no como un dato o recuerdo fijo en la memoria, sino más bien como un archivo que se colocó conscientemente en algún sitio, pero que si se busca difícilmente se encontrará.

Diez años atrás, en un documental de seis partes producido por la BBC de Londres y titulado Auschwitz: los Nazis y “la solución final”, Oskar Gröning, un hombre seducido por la verborrea de Adolf Hitler y que ingresó voluntariamente a las SS (Schutzstaffel) el año 1942, expresó frente a su entrevistador: “En mi trabajo como administrador de esas monedas extranjeras, prácticamente vi todas las monedas del mundo. Créanlo o no, vi desde liras italianas hasta pesetas españolas, monedas húngaras y mexicanas, desde dólares hasta libras inglesas”.

El empleo al que se refiere Gröning consistía en separar, contar y clasificar el dinero que era robado a los prisioneros judíos que llegaban al campo de concentración de Auschwitz, así como organizar su transferencia (o llevarlo él mismo) a Berlín.

Gröning no asesinó a nadie ni participó directamente en los maltratos, torturas o vejaciones de los miles de prisioneros confinados en Auschwitz. Sin embargo, en su primer día en el campo de concentración, fue testigo de cómo un niño de dos años que lloraba en medio de la basura y los despojos, fue sujetado por las piernas por otro guardia de las SS y azotado hasta la muerte en el costado de un vagón de tren.

Tras ese hecho, Gröning solicitó a su superior ser trasladado a una unidad que combatiese en el frente. Lo haría dos o tres veces más (existe documentación de ello) antes de que su petición le fuese concedida.

El asesinato de aquel niño no fue el único que contempló Gröning, si bien su despacho se hallaba a tres kilómetros del campo Auschwitz-Birkenau, el sitio donde los prisioneros judíos eran asesinados con gas Zyklon B y un poco más tarde incinerados.

Y si hubiese sido el único, Gröning sabía perfectamente qué era lo ocurría en el campo vecino. Y no sólo eso: el robo y la confiscación de los bienes de los judíos por parte del Tercer Reich, amén de la rapiña y corrupción que él y otros guardias de las SS practicaban con los mismos, los hacían doblemente culpables: robaban a las víctimas y también a su patrón.

Oskar Gröning trabajó casi dos años en el campo de concentración de Auschwitz, antes de ser asignado a una unidad activa de las SS en el frente de guerra; aún faltaba algo más de un año, pero –excepto para Adolf Hitler, su megalomanía y sus esbirros más cercanos– la guerra estaba perdida.

Existe una palabra compuesta en alemán que traducida a otros idiomas supone algo similar a un verbo transitivo, es decir: uno que exige la presencia de un objeto directo para tener un significado completo; dicho de otro modo: que refiere acciones que transitan desde el actor al objeto. En alemán, en cambio, tal palabra es un sustantivo (“importante, fundamental, esencial”), sea en su modalidad de verbo o de nombre: Vergangenheitsbewältigung, cuya traducción –alternativamente– podría ser: llegar a un acuerdo con el pasado, hacer las paces con el pasado.

Oskar Gröning fue detenido por los aliados en la frontera de Alemania y Dinamarca hacia el final de la guerra. En los hechos había sido un miembro de las temidas SS, pero, a diferencia del círculo más cercano a Heinrich Himmler, él no tenía tatuado en algún lugar de sus brazos su grupo sanguíneo. Por ello solamente fue hecho prisionero de guerra y enviado a un campo de detención en el Reino Unido donde, a diferencia de las 1,100,000 personas que murieron en Auschwitz, recibió un trato digno y hasta placentero.

Años más tarde Gröning volvió a Alemania, consiguió un empleo en el departamento de personal de una fábrica de vidrio, se casó y tuvo tres hijos. Debido a su notable desempeño, en algún momento el Ministerio de Comercio e Industria de Hannover lo nombró juez honorario y, durante 12 años, además de cumplir con su trabajo, se desempeñó como tal en los tribunales industriales.

En un juicio que inició en Frankfurt en diciembre de 1963, 22 ex miembros de las SS fueron acusados por los acontecimientos de Auschwitz: 17 fueron condenados y 6 de ellos recibieron cadena perpetua. El nombre de Gröning apareció en la corte, pero los jueces decidieron no procesarlo: si bien había formado parte de las SS, se pronunciaba de manera vehemente en contra de los negacionistas del Holocausto a la vez que negaba haber participado en el asesinato de ningún judío.

Apenas salpicado por las llantas de un auto que a toda velocidad cruzó un charco de sangre y manchó su pantalón, tras el final de la guerra Oskar Gröning vivió una vida plena y buena… hasta hace unos meses.

El Oskar Gröning cuya fotografía hoy aparece en los diarios del mundo (encorvado, desdentado y haciendo uso de un andador con ruedas para apoyarse y caminar), es el mismo –y no– joven apuesto que el año 1942 ingresó a las SS seducido por la verborrea y el anticarisma de Adolf Hitler.

“No hay ninguna duda de que comparto una culpabilidad moral”, expresó apenas postrarse en el banquillo de acusados. “Me presento ante las víctimas con remordimiento y humildad (…) Sobre mi responsabilidad a nivel legal, ustedes deben decidir”.

No soy juez, pero sé que Oskar Gröning no es inocente. Y por ello mismo me pronuncio: debe morir en prisión. No es, empero, ese antiguo guardia de las SS que contempló y consintió el exterminio de miles de personas a quien me gustaría hoy juzgar.

Desde hace años, en el país en el que nací y vivo, México, tienen lugar decenas, centenas, miles de asesinatos. Mueren culpables, muchos, inocentes, quizá menos, acaso tantos como aquellos… o tal vez –puede ser– más. Los asesinos de unos, otros y el resto, son criminales, policías y políticos corruptos, ciudadanos irresponsables e ignorantes, responsables y cultos, pobres y ricos, coherentes e incoherentes, buenos y malos.

Y los culpables (los directos, los intelectuales, los que contemplaron los asesinatos y fingieron no ver nada, los que supieron de ellos y por miedo callaron, los que ignoraron, o desviaron la vista, es decir, yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos) no serán juzgados, jamás, como hoy sí lo es hoy Oskar Gröning. Ni tampoco condenados por ello.

¿En qué momento el verbo transitivo, el sustantivo, Vergangenheitsbewältigung, tendrá sentido en México? ¿En qué momento, incluso pasados 70 años, los culpables, los directos y los indirectos, serán juzgados por sus pensamientos, palabras, obras u omisiones?

En el sexto y último capítulo del documental Auschwitz: los Nazis y “la solución final”, el entrevistador de Oskar Gröning lo cuestiona: “¿Acaso no es injusto que quienes sufrieron sigan haciéndolo mientras alguien como usted, que estuvo involucrado en una máquina de exterminio, hoy goce de una buena vida?”.

Oskar Gröning, sin exhibir un cinismo flagrante, agitando la cabeza en señal de aceptación, pero también dubitativo, responde: “Siempre es así en este mundo”.

No, no siempre, Herr Gröning. En el país en el que usted nació, 70 años después siguen juzgando y condenando a los culpables.

En México, el país en el que yo nací, aún carecemos de valor para, por lo menos, señalarlos con el dedo…