Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: MATT BOULTON
Por más extraño que sea un visitante y más inaudita la ciudad de la que provenga, si alguna vez llega a Nueva York invariablemente perderá su individualidad. Pero si no ocurriese así, cuando menos terminará formando parte de un muy amplio catálogo de seres improbables que uno imagina parte de la mitología de alguna civilización antigua, y no obstante son imposibles de hallar.
Sucia, maloliente, caótica y cara, la también llamada Gran Manzana es una prostituta cuyos mejores años quedaron muy atrás. Sin embargo, bastaría un guiño para caer nuevamente prendado por ese encanto suyo que no se diluye bajo toneladas de basura, horas de tráfico infernal y los humores de millones de individuos de todo el mundo que en los cada vez más reducidos (y costosos) metros cuadrados de la urbe subsisten, tropiezan, se aman o lastiman.
Paradójicamente, en esa absurda dialéctica de la existencia, en la que vivir cuesta, duele, y salvo casos excepcionales la retribución es mínima, Nueva York es una cita a la que más tarde o más temprano, cualquier habitante del mundo tendría que asistir.
Mi primera cita con Nueva York tuvo lugar el año 1997. Fue una cita arreglada, no fortuita, de la que conseguí escaparme una tarde para descubrir, en las postrimerías de Central Park, a una anciana que miraba embelesada el aparador de una tienda de videojuegos. Pequeña, carente de gracia, y en apariencia terriblemente frágil, aquella mujer fue el primer animal mitológico que vi en la ciudad.
¿Qué podía interesar a esa anciana de ese sitio? ¿Qué podía comprar ella ahí y para qué? Me quedé mirándola un largo rato, hasta que su interés se desvaneció y se marchó. Sin quitarme su imagen de la cabeza, proseguí mi camino y unas calles más adelante tropecé con la juguetería FAO Schwarz.
Si aquella mujer era un animal mitológico, FAO Schwarz me pareció el Valhalla. La respuesta entonces tendría que estar ahí dentro.
En una de las estanterías descubrí una enorme colección de muñecas Barbie, algunas de las cuales portaban vestidos bordados con hilos de oro y plata. Cuando supe esto, en mi imaginación decidí que aquella mujer no estaba mirando con deseo el aparador de aquella tienda de videojuegos, sino esas muñecas que jamás poseería.
Meses más tarde, escribí un relato que titulé “El Cuento de FAO Schwarz”, a la postre ganador del certamen “Cuento Triste”, al cual convocaron el diario Reforma de la Ciudad de México y la editorial Alfaguara.
A 18 años de distancia –y en medio de otra cita arreglada de la que habré de escaparme para asistir a una cita que postergo desde mi infancia–, esta tarde he tropezado con otros seres mitológicos.
El primero, un taxista africano que no estoy seguro si me estafó 10, 20 o 30 dólares. La tarifa del aeropuerto de Newark a Manhattan es de 61 dólares, y debería incluir las dos casetas de cobro, pero el tipo me aseguró que no estaban incluidas. Por si no bastara, se dio a sí mismo una propina de 10 dólares. Total, hablamos de 90. Por supuesto, le grité tanto como pude, y hubo un momento en que lo miré temblar y lo arrinconé contra las cuerdas. Por lo demás, si pequé de ingenuo o no, debo decir que cuando las maldiciones se profieren a mitad de la 57th West, se experimenta una catarsis extraña.
Empero, no fue suficiente.
Cuando una ciudad cuyos ingresos y productividad dependen en buena parte del turismo te recibe de esa manera, empiezas a odiarla un poco, tanto o más como sus propios habitantes lo hacen todos los días.
Dejé mi maleta en el hotel y, pretendiendo superar el mal rato, me encaminé hacia Times Square, a la búsqueda de una tienda oficial de los Yankees de Nueva York, para tratar de conseguir dos boletos para el juego de la noche del 30 de septiembre, un partido decisivo contra los Medias Rojas de Boston, si es que los albiazules pretenden llegar a los playoffs.
Cuando llegué ahí, una chica alta, espigada, androgina, con el mismo corte de cabello de Miley Cyrus y un rostro bellísimo, me pidió que esperara mientras hacían el corte de caja. Lo hizo en inglés, porque le hablé en ese idioma. Unos segundos más tarde, un chico latino, quizá venezolano, se dirigió a ella en español y le pidió dos boletos para el juego de hoy.
–Para hoy ya no lo creo. Tendrías que haber venido dos horas antes del juego, el sistema no va a permitírmelo –le respondió.
–Yo he venido contigo antes, y lo he hecho a la misma hora. Inténtalo –rogó.
La chica, seguramente puertorriqueña, me dijo entonces en inglés: “¿Te importa esperar mientras checo si puede conseguirle sus boletos?”. “No hay problema”, dije. “Y hablo español”.
–¡Ah, hablas español! –respondió sonriendo.
Con una paciencia y devoción que me parecieron fuera de lugar en Nueva York, Ashley, ese es su nombre, recorrió las diferentes secciones de las gradas en el mapa y en la computadora, para conseguirle al chico venezolano un par de boletos. Y así lo hizo. Dos asientos a un costado del bullpen de los Yankees, por 56 dólares, lo más que él podía pagar.
Cuando llegó mi turno, Ashley le preguntó: “¿Y podrías decirnos qué asientos le recomiendas a él? Es que yo nunca he estado en el estadio”. Antes de que el chico respondiese, confesé: “Para mí esta será la primera vez”.
Cual si fuera un adolescente que reconoce ante una novia experimentada que nunca ha tenido sexo, Ashley y el chico venezolano me miraron con la condescendencia de la ternura.
–Dime que zona quieres –exclamó Ashley–, y yo trataré de ponerte cerca del dugout de los Yankees.
Así lo hizo. El chico se despidió y a la distancia exclamó: “¡Qué te diviertas, amigo!”
Ashley me entregó entonces los boletos y la sonrisa más diáfana que he visto nunca en Nueva York.
En 1977, cuando yo tenía nueve años, a instancias de mi padre vi ganar a los Yankees por televisión la Serie Mundial. Tanta fue mi emoción, que en algún momento dije a papá: “Algún día iremos al estadio, ¿verdad?”. No sé si me respondió, y si lo hizo no puedo recordar qué.
Veinte años después visité por vez primera Nueva York. Mi afición por los Yankees seguía intacta e incluso se había fortalecido, pero el foco de mi vida estaba en otro lado. Sin saber qué buscaba, en una esquina descubrí a una anciana imposible y en otra una juguetería que parecía el universo. Escribir su historia me pareció más relevante que mirar un home run de Derek Jeter.
Dentro de unas horas asistiré a una cita que agendé en mi infancia y he postergado por casi 40 años. Y a la que jamás imaginé iría acompañado de mi amigo Abraham Espinosa.
Una cita marcada por la dialéctica de una ciudad mítica e improbable en la que, a un mismo tiempo, los seres mitológicos engañan a los visitantes, o bien les ofrecen un sitio en la mismísima mesa de Odín y Frigg.