Por ANDRÉS TAPIA
Dedicado a todas las Ma Di Tau que conozco: Andrea, Angie, María Luisa, María Eugenia, Mariela, Gianella, Mónica, Magda, Claudia, Lourdes B, Lourdes T, Eugenia, Tania, Marisol, Irene, Patricia, Sheyla, Raquel, Teresa, Cynthia, Mary, Haidé y las que me falten nombrar…
El destino de un río es alcanzar el mar; el de una leona salvaje formar algún día parte de una manada. Pero en los casos del río Okavango y de Ma Di Tau ese destino no se cumple, al menos no como la naturaleza lo imagina.
El Okovango nace en Angola, en una región lluviosa conocida como Bié Plateau, a 1,780 metros sobre el nivel del mar, y recorre 1,600 kilómetros en dirección sur-sureste hasta alcanzar el desierto de Kalahari, en el norte de Botswana. Pero una vez ahí, por algún extraño capricho de la geografía y la hidrografía, el Okavango deja de ser un río para convertirse en un pantano.
El lugar de su metamorfosis es conocido como Delta del Okavango y es una región única en la Tierra en la que la vida ha tomado caminos extraños. No sólo se trata de un delta improbable en tanto el río Okavango desemboca en una llanura endorreica, es decir, una cuenca en la que el agua no tiene salida fluvial hacia el océano (como es usual en este tipo de accidentes geográficos fluviales), sino también de un sitio en el que ocurren cosas insólitas.
Al igual que muchos otros felinos, los leones abominan el agua. Es sólo que en su caso, tal desagrado llega a los extremos de una fobia. Excepto para beberla, un león jamás se introducirá en un río o lago. Pero en el delta del Okavango la naturaleza ha tenido que modificarse: ese lugar alberga a la única población que existe de leones nadadores.
Uno de esos leones es una hembra y lleva por nombre Ma Di Tau. En setswana, un dialecto bantú de Botswana, Ma Di Tau significa “madre y protectora de leones”.
Ma Di Tau, una hembra comparable en tamaño físico a ciertos machos, estableció una relación de pareja con un macho con el que procreó tres cachorros (dos hembras y un macho) en una llanura cercana al delta del Okavango; su vida y el propósito de la misma parecían cumplirse sin sobresaltos. Pero la vida de ningún ser vivo es sencilla en ningún lugar del mundo, ni siquiera la de un poderoso depredador. Y mucho menos en África.
Un estudio realizado por la Organización de las Naciones Unidas hace tres años, estima que para el año 2025 existirán 8,000 millones de personas sobre la Tierra, 700 millones más que la cifra actual (aproximadamente 7,330 millones). Y mientras en países altamente poblados como China, India y Sudáfrica los niveles de fertilidad se reducen día con día, un grupo de 49 países presentan tasas altísimas de fertilidad (cinco hijos por cada mujer), la mayoría de los cuales se localizan en la región conocida como África Subsahariana.
El crecimiento de la población del mayor depredador que ha conocido el Mundo un día tuvo incidencia en la vida de Ma Di Tau, su pareja y sus cachorros.
Una tarde de verano de hace unos cinco o seis años, una manada de leones que procedían del norte de Botswana, invadieron el hasta entonces apacible territorio en el que vivían Ma Di Tau y su familia. Huían de las granjas, de los hombres, de las balas. Tres machos y casi una decena de hembras, atacaron a Ma Di Tau y su pareja; los machos se cebaron sobre éste y las hembras sobre ella. Ma Di Tau soportó el embate e hirió a la hembra alfa, Silver Eye, dejándola ciega de un ojo, herida y cicatriz que tendrían importantes consecuencias en el futuro.
Ma Di Tau sanó casi instantáneamente sus heridas; su pareja, en cambio, no lo lograría. Cuando ella lo encontró la tarde del día siguiente, luego de haberlo llamado infructuosamente durante toda la mañana, el macho solitario y dominante que había reinado sobre esa llanura del Okavango murió a los pocos minutos, como si sólo hubiese sobrevivido para despedirse.
El instinto de Ma Di Tau la obligó a buscar y reunir a sus cachorros. Pero como si no fuese suficiente afrenta enfrentar la invasión de su territorio, esa misma tarde, en medio de una tormenta, un relámpago incendió la llanura y provocó un incendio. Copada por el fuego, Ma Di Tau enfrentó entonces una terrible disyuntiva: enfrentar a los invasores en una lucha suicida que acarrearía su muerte y eventualmente la de sus cachorros, o intentar cruzar el río e instalarse en una pequeña isla conocida como Duba.
La leona escogió esta última, pero no sin consecuencias. Dos de sus cachorros la siguieron apenas ingresar al agua; la última, en cambio, dudó algunos minutos. Cuando al fin se arrojó al río, un cocodrilo, cual francotirador, habiendo divisado al primero y apuntado al segundo, se lanzó tras ella. Desde la seguridad de la isla de Duba, Ma Di Tau sólo contempló un montón de burbujas sobre la superficie del agua turbia, que repentinamente se tiñó de malva.
Por un tiempo, la húmeda isla de Duba ofreció a Ma Di Tau y sus cachorros un remanso de paz y tranquilidad; ello hasta que un rebaño de búfalos salvajes arribó a la misma. La amenaza, empero, suponía también una oportunidad: el alimento se ofrecía a Ma Di Tau y su familia.
Como todo buen predador, Ma Di Tau arremetió sobre las presas más débiles: los becerros y los búfalos jóvenes. Y aunque al principio ninguna de sus cacerías arrojó frutos, un día descubrió que su fobia podía ser su más grande aliada: Ma Di Tau atacó a la manada en el agua y consiguió aislar a un macho joven. Ma Di Tau cazó, comió y defendió a su presa de una jauría de hienas que terminaron por arrebatársela. Pero el alimento era suficiente y en pocas horas produciría la leche que necesitaban sus cachorros.
La hazaña de Ma Di Tau no pasó desapercibida: en la ribera opuesta del río, la leona tuerta y su cohorte de seguidoras la observaron admiradas y envidiosas. Silver Eye no podía creerlo, tenía que atacar. Y el punto más débil de Ma Di Tau eran sus cachorros en los momentos en que ella salía a cazar.
Unos días más tarde, Silver Eye lideró una incursión a la isla de Duba. Su objetivo eran los cachorros de Ma Di Tau que en ese momento intentaba cazar a un búfalo. Un olor en el viento, un rugido de sus críos, su instinto de madre, la hicieron volver sobre sus pasos. Ma Di Tau se arrojó sobre Silver Eye y, después de una escaramuza, ésta le ofreció sumisión: no podía olvidar que aquella leona la había cegado a pesar de que ella la atacó con la fuerza de la manada.
Silver Eye lo intentaría una vez más, y Ma Di Tau la sometería otra más. Todo ello ante la mirada atónita del resto de la manada.
Un día de caza dura e infructuosa en el río, Ma Di Tau se arrojó a descansar sobre el tronco de un árbol caído. Sus cachorros se hallaban en el centro de Duba y los suponía a salvo. Pero en África nadie está a salvo, y mucho menos en el delta del Okavango. Durante la noche, la manada de búfalos los descubrió.
Apenas despertar, Ma Di Tau emitió su rugido, ese rugido tenue que no marca territorio sino apenas es el llamado de una madre que busca a sus hijos. Pero no halló respuesta. Pasó todo el día buscándolos hasta que, al fin, descubrió a la hembra. Con ternura y fervor la cogió con las fauces del cuello y la llevó consigo… pero algo no estaba bien. Ma Di Tau la depositó entonces en el suelo y cayó en la cuenta de que su cachorra no tenía movimiento en los cuartos traseros: los búfalos la habían aplastado y roto su espalda.
Ma Di Tau se apartó un poco. Miró al horizonte mientras su cachorra la llamaba y seguía moviéndose apenas con el impulso de sus patas delanteras. La leona giró su cabeza y la miró una vez más, la última vez. Y se marchó.
Es imposible saber si los animales poseen emociones parecidas a los de los seres humanos y si son capaces de expresarlas. Pero en el documental The Last Lions (National Geographic, 2011), narrado por Jeremy Irons y filmado y producido por Dereck y Beverly Joubert, un matrimonio de cineastas y conservacionistas sudafricanos, cuando Ma Di Tau se aleja de su cachorra, cualquier ser humano, incluso víctima de la emoción, puede reconocer el dolor como un sentimiento afín.
Tiene que serlo porque, poco después, furiosa, Ma Di Tau reta al macho alfa de la manada de búfalos salvajes, un animal de al menos una tonelada de peso, y se le va encima. Es una odisea, una empresa imposible, pero Ma Di Tau se prende de sus belfos, busca su garganta, desgarra los músculos de sus cuartos traseros. La manada de cornudos viene entonces en defensa de su líder y Ma Di Tau tiene que escapar.
Pero, para entonces, ya no está sola. Silver Eye y el resto de la manada, en silencio, han decidido unírsele. Una nueva acometida tiene lugar en la que diez leonas van por el macho alfa de los búfalos. Y mientras eso ocurre, Ma Di Tau escucha, detrás de líneas enemigas, un rugido que es un lamento y a la vez esperanza: su cachorro macho aún está vivo.
Ma Di Tau cruza la trinchera y pone a su cachorro a salvo. Cuando vuelve a la pelea, cruza una mirada instintiva con Silver Eye y todo está dicho. Ma Di Tau distrae y divide a la manada; Silver Eye y su cohorte de leonas atacan entonces al macho alfa. La cacería ha terminado.
El documental de Dereck y Beverly Joubert, en el que invirtieron alrededor de diez años, culmina con Ma Di Tau y Silver Eye haciendo la paz en un recodo de la llanura del delta del Okavango, en el instinto y la conciencia de que en delante la primera es ahora la hembra alfa.
Silver Eye moriría unos años después.
El cachorro sobreviviente de Ma Di Tau crecería y abandonaría la manada para buscar su vida y su destino.
Ma Di Tau aún vive y ha vuelto a procrear cachorros.
Ma Di Tau: madre y protectora de leones.