Un sueño de hace dos días…

Por ANDRÉS TAPIA

Es una noche tranquila. Salgo del trabajo, camino por ahí, decido ir a un bar. Es un bar familiar, conocido, estuve ahí hace dos noches. Pero no quiero beber un trago, no es eso lo que me motiva, tan sólo quiero pasar al baño y orinar. Y también quiero encontrarme con Salvador y María Luisa, dos amigos entrañables. Sé que están ahí, quiero que estén ahí. Pero no están.

Nadie me franquea la entrada, no hay gente, quizá porque es lunes. El recuerdo de Salvador y María Luisa es una pintura gótica que sólo existe en mi mente, un recuerdo, quizá un deseo, pero no más. Me dirijo al baño y atravieso el salón donde debería estar la barra, el bartender, la música y el aire lleno de conversaciones. Pero no hay nada, el salón está vacío, como si la historia nunca hubiese tenido lugar ahí.

En la habitación contigua está el baño, un sitio muy estrecho: un metro por un metro y un orificio rectangular en la parte superior por el cual contemplar al Mundo. Pero el Mundo que se ve desde ahí no es real.

Orino sin orinar. Me digo que debería salir de ahí y fumar un cigarrillo en lo que llego a otro sitio, un sitio que no sé cuál es, quizá mi hogar. Pero quiero fumar. Y no fumo.

Salgo de ese baño estrecho, camino por ahí y repentinamente la noche se vuelve día. Ahora estoy en un jardín con personas a las que conozco del pasado pero no reconozco del todo. Una de ellas es una mujer joven a la que creo haber cortejado alguna vez. Le digo algo, algo que refiere nostalgia y melancolía. Algo que tiene que ver con lo que pudimos haber sido y no fuimos. Ella responde que ahora está sola, que yo podría acercarme a ella como también lo están intentando otros.

Pero algo está mal. El tiempo está mal. No se pasa de la noche al día en unos segundos. No se discurre de un día a otro en un instante. “¿Qué día es hoy?” –pregunto a alguien. “Es lunes”, recibo por respuesta. Estoy en la fase del sueño conocida como R.E.M., la cual tiene lugar alrededor de 90 minutos después de haberse iniciado el sueño. Estoy entrenado, puedo distinguir la realidad de un sueño, y sé que estoy soñando. Por eso respondo: “Estoy en un sueño de hace dos días, tengo que irme”. Y me voy.

Despierto y mi inconsciente remueve recuerdos esparcidos en una caja de zapatos. El dorso y las yemas de mis dedos al fin hallan uno: “Tu Mundo no es real”. Van a pasar dos días antes de que esa idea germine: “Tu mundo no es real”.

Dominic Cobb es un ladrón. Un ladrón que roba lo improbable: sueños. Está, estuvo casado con Mal Cobb, una mujer con la que procreó dos hijos. Una mujer a la que inoculó la idea de que su Mundo no era real.

Dom y Mal solían soñar mucho. Tanto que desarrollaron una técnica para soñar dentro de un sueño. Eso es algo muy complejo. Estás soñando y en tu sueño sueñas que estás soñando. Un sueño dentro de un sueño. “¿Se puede ir más allá?”, se preguntan ambos. Y lo que sugieren sin ser conscientes del todo es la posibilidad de tener un sueño dentro de un sueño y dentro de otro sueño.

La premisa de la película Inception (2010) de Christopher Nolan es esa: desarrollar un sueño, hacerlo de alguna forma colectivo, y a partir de ello robar una idea en la mente de alguien más o inocularla.

Dominic y Mal Cobb sueñan que son eternos. Y en la eternidad de sus sueños el planeta Tierra no es suficiente para cumplirlos. De modo que se inventan un Mundo alterno, un planeta en el que no existe nadie más que ellos. Por alguna extraña razón Dominic puede volver a la realidad, pero Mal no. Y mientras él está consciente de que en el Mundo real tienen dos hijos, ella ya no está segura. ¿Tuvimos, tenemos, tendremos dos hijos… o solamente lo soñamos?

Incapaz de diferenciar la realidad de la fantasía, Mal se hace examinar por tres psiquiatras que la declaran mentalmente sana. Luego, sugiere a su abogado que se halla en peligro, que Dominic quiere matarla, algo que hace tan sólo para justificar sus deseos suicidas y obligar a Dominic a fugarse con ella a la región de los sueños, el sitio en el que todo tiene sentido.

Mal se suicida arrojándose del balcón de un hotel. Dominic huye de los Estados Unidos, de sí mismo, del recuerdo de sus hijos. Pero nunca será capaz de perdonarse el haber inoculado en el inconsciente de Mal esa idea simple y cierta, fútil y perversa, inocente y catastrófica: “Tu Mundo no es real”.

Mi Mundo no es real.

Quiero ir a casa, pero en un sueño me imagino yendo a un bar, un bar familiar y conocido que no conozco del todo. Busco a Salvador y a María Luisa, mis amigos, pero no están ahí. Tampoco hay barra, tampoco hay gente: no hay nadie. En ese momento, el momento de mi sueño, un imbécil armado con un fusil de asalto Sig Sauer AR-15 y una pistola Glock está perpetrando una masacre en contra de decenas de personas en un bar de Orlando, Florida. Yo sólo quiero orinar.

Despertar de una pesadilla no es algo sencillo –la realidad transformada en un monstruo te persigue, te sentencia, te sacude– pero en realidad lo es: hay que dejarse matar, hay que arrojarse al vacío, hay que suicidarse, hay que morir.

¿Quién quiere morirse en un sueño?

Dominic Cobb, el ladrón, prohíbe a su equipo mezclar los sueños con los recuerdos. Pero él mismo no es capaz de cumplir con esa regla. En su imaginación –y en su memoria– ha recreado una habitación en el fondo de su subconsciente donde Mal existe como una diosa.

“Ya sabes cómo encontrarme, ya sabes lo que tienes que hacer”, le dice ella. Para volverla a ver, Dominic tiene entonces que soñar.

En la secuencia final de la película The Inception, Leonardo DiCaprio dice a Ken Watanabe: “Regresa, y volveremos a ser hombres jóvenes de nuevo”. He visto la cinta esta misma noche y tengo la sensación de que han pasado siglos de ello.

Hace dos, tres, cuatro noches tuve un sueño que no se correspondió con el tiempo de mi vida. Un sueño de hace dos días en el que desperté sabiéndome anacrónico.

Mi Mundo no es real.

Pero de todos modos seguiré soñando.

Y algún día despertaré.