Por ANDRÉS TAPIA
En la década de 1970 mi padre gustaba de asistir a una taquería situada en un mercado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Los tacos que ahí cocinaban exhibían, al menos para mí, cierta peculiaridad: a diferencia de los que preparaba mi madre, carecían de crema y queso y sólo estaban cubiertos de salsa picante, verde o roja, a gusto del comensal.
A despecho de mi padre, a mí no me gustaba la salsa picante. Supongo que por ello, la única ocasión que recuerdo haberlo acompañado a esa taquería, yo no comí. Y no me hacía falta: papá me había llevado previamente a un sitio que aún existe y aún frecuento en el que la especialidad son las tortas (bocadillos) de pavo.
Con el estómago satisfecho, me dediqué a observar a mi padre y al resto de los comensales. Todos ellos sudaban, halaban aire por la boca y en algunos casos se miraban sonrojados. Pero no por la acción involuntaria de la vergüenza o un motivo de seducción, sino porque el chile picante había acelerado su presión sanguínea.
En todos esos rostros, incluido el de mi padre, descubrí con muy pocos años un rasgo de la mexicanidad que en ese momento me pareció incomprensible: el afecto, el cariño, ¿el amor? –quizá incluso la pasión– por el dolor.
La simiente de una pregunta que me formularía muchos años más tarde, cayó esa tarde en los muy fértiles surcos de mi cerebro: ¿por qué razón el placer debe ser doloroso para ser placer? Revisito aquel recuerdo y tengo la certeza de que todas aquellas personas disfrutaban con un deleite casi orgiástico aquellos tacos que a mí, siendo niño, me parecieron simples y extraños. Es sólo que, al mismo tiempo, sufrían mientras los degustaban y su padecer era no sólo evidente sino incluso grotesco.
La presencia del chile picante en la cultura de México obedece en primera instancia a la necesidad de darle al maíz, un alimento rico en carbohidratos pero en sus orígenes demasiado indigesto y eternamente insípido, sabor.
En el libro, La historia del Mundo en 100 objetos (Neil MacGregor, Debate, 2012), se lee: “Hacia el año 1000 de nuestra era, el maíz se había extendido por el norte y por el sur, abarcando prácticamente toda América, lo que quizá resulte sorprendente si tenemos en cuenta que, en su forma más antigua, el maíz no sólo era bastante insípido, sino que prácticamente resultaba incomestible. No bastaba con hervirlo y luego comérselo directamente, como se hace hoy”.
En el capítulo “Estatua maya del Dios del maíz” de ese libro, se abunda en relación a que el chile “…tiene un valor nutritivo muy limitado, pero posee una capacidad única para dar sabor a los alimentos más insípidos…”
Una tortilla carece de gracia si no se le agrega al menos sal. Con un poco de queso toma otra dimensión. Y si se le añade salsa picante es posible hablar de un manjar.
El descubrimiento de América, la Conquista y la colonización del continente, influyeron como es previsible suponer en todos los ámbitos de las culturas de Mesoamérica. Y la gastronomía no sería la excepción. Pero en el caso mexicano, que había desarrollado una cultura gourmet que por fortuna sobrevive, también la dotó de un dejo de culpa, rencor y revancha a partir de la humillación de la derrota, en la cual abrevaría el mestizaje subsecuente. En delante, el chile autóctono no sólo serviría para darle sazón al insípido maíz: la reafirmación de la hombría, la extensión del umbral del dolor, el encontrar placer en el dolor mismo, se convertirían en un rasgo ominoso y casi endémico de la mexicanidad.
En el capítulo “Máscaras mexicanas” de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, se lee:
“El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la ‘hombría’ consiste en no ‘rajarse’ nunca. Los que se ‘abren’ son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, ‘agacharse’, pero no ‘rajarse’, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El ‘rajado’ es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada’, herida que jamás cicatriza”.
Hace unos años, en un restaurante de la Ciudad de México, descubrí un platillo que me pareció inquietante: Spaghetti al Mole. El menú describía algo que parecía exótico: “Capellini con queso de cabra, cocinado con ajo y un toque de vino blanco sobre un espejo de Mole”.
El Mole es una salsa mexicana elaborada a partir de chocolate y diversas especias, que puede ser ligera o violentamente picante. En uno u otro caso, no hay parámetro para describir su exquisitez si sazona pollo, maíz, arroz, todo eso junto o, en el caso de un sacrilegio, una pasta italiana.
La Navidad que siguió a mi descubrimiento, le dije a mi madre que había conocido una receta, un platillo extraordinario, y le conté de aquel Spaghetti al Mole que degusté con la intención de agasajar a mi tía, su hermana, que desde la década de 1970 vivía en Italia. Mi madre me miró con extrañeza, como quien mira a un ser venido del espacio exterior: ¡¿Pasta con Mole?!
Aquella Navidad, mi madre me concedió un extraño privilegio: fui el único integrante de mi familia que comió tal aberración: Pasta con Mole.
Al permitir que otra cultura penetrase la inmaculada y dolorosa gastronomía mexicana, me había rajado. Y con ello había permitido que el mundo exterior (los españoles, los italianos, una nueva idea, otro pensamiento) me violentase. Y no sólo yo, también el chef de aquel restaurante, pues al poco tiempo aquel platillo desapareció del menú. Mi propia familia –de un modo inconsciente, lo tengo claro– había renegado de mí.
El día de ayer el cantautor mexicano Juan Gabriel murió de un ataque al corazón. Hasta donde puedo entrever, fue un hombre que no se rajó jamás. Un self made man que enfrentó gran parte de su vida condiciones adversas que jamás lo debilitaron sino lo fortalecieron y lo convirtieron en un ícono cultural. Un ser humano que transgredió y trascendió los usos y costumbres de la mexicanidad. Y se volvió un referente. Una gran persona, sin duda, cuyo arte, empero, a mí no me dice nada.
Y no lo hace porque las líricas de sus canciones me refieren a esa condición de la mexicanidad, a esa pregunta que me formulé sin respuesta cuando siendo niño vi a mi padre y a un montón de personas comiendo tacos: ¿por qué razón el placer debe ser doloroso para ser placer?
Niego a mi padre. Niego a los mexicanos. Niego a Juan Gabriel. Niego la mexicanidad. Niego la práctica de obtener placer a partir del dolor. No niego, empero, ser mexicano ni descender de todos los anteriores. Y abro comillas y cito a Octavio Paz:
“Estamos al fin solos. Como todos los hombres. Como ellos, vivimos el mundo de la violencia, de la simulación y del ‘ninguneo’: el de la soledad cerrada, que si nos defiende nos oprime y que al ocultarnos nos desfigura y mutila. Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.