Por ANDRÉS TAPIA

Llueve afuera. Es 28 de septiembre y pasan de las 15:00 horas, la hora tardía y acostumbrada del almuerzo en la Ciudad de México. La mesa contigua a la que yo me encuentro es un escenario inusual y feliz. Un hombre de entre 30 y 40 años, que porta un traje gris y una corbata roja de buena calidad, come con sus cuatro hijos: dos hembras y dos varones. Todos los chicos son rubios.

El más pequeño de ellos no debe de tener más de tres años. Su padre está a la izquierda y enfría a soplidos la sopa que, cucharada a cucharada, deposita en la boca del niño. Bajo la mesa hay tres mochilas infantiles, coloridas, y cada una de ellas porta el nombre de su propietario. Los chicos mayores, el varón y las dos hembras, no hacen aspavientos mientras una camarera deposita delante suyo tres cajas de cartón con la silueta de los ojos de un búho impresa en sus costados y un menú infantil compuesto de hamburguesas y papas fritas. Delante del hombre, un plato de paella se enfría.

Por ANDRÉS TAPIA

El 30 de junio pasado, Facebook hizo pública la última cifra de sus usuarios activos: 1,710 millones. Si se considera que al día de hoy la Tierra tiene alrededor de 7,452 millones de habitantes, la compañía que creó Mark Zuckerberg ha alcanzado a poco más de la cuarta parte de la población mundial.

Facebook, en tanto concepto, surgió primero en la mente de Zuckerberg como un programa que permitiría a sus usuarios elegir las clases que deseaban tomar a partir de las elecciones hechas por otros estudiantes, así como formar grupos de estudio. Esa idea se llamó CourseMatch. Más tarde, llevó la idea un poco más allá y le agregó un elemento lúdico: a partir de los álbumes escolares que incluían las fotos y los nombres de los estudiantes que vivían en la universidad, desarrolló FaceMash, un programa que exhibía las fotos de dos personas y los usuarios debían elegir a la mejor parecida con tal de crear un ranking.

Por ANDRÉS TAPIA / Ilustración: PROCEDENTE DE PrairieBeauty.com

Una tarde de mediados de la década de 1970, mientras aguardaba en la sala de espera de un hospital, un hombre –quizá un anciano– tomó asiento frente a mí. No puedo recordar quién estaba conmigo: si mi madre, si mi padre, si yo estaba enfermo, o quién. Me recuerdo, en cambio, solo frente a aquel hombre mayor que llevaba puesto un sombrero, que tenía las manos rudas de un campesino, y que cargaba consigo una bolsa de malla que en el México de aquel tiempo se utilizaba para hacer las compras en los mercados populares.

...nunca he visto en toda mi vida a un mexicano pidiendo limosna en una calle en los Estados Unidos.
Alejandro González Iñárritu9eab7164-8781-4c05-ab0e-d4ce1e23e3ba

Por ANDRÉS TAPIA

Pablo Escobar yace junto a mí, en el tejado de un edificio en Medellín. Postrados bocabajo, creo recordar que ambos tratamos de esquivar los disparos que una tropa de élite nos prodiga a discreción. Pero no percibo el sonido de las balas, tampoco el olor a pólvora, y mucho menos la sensación de temor.

El edificio tiene cuatro, cinco pisos, no demasiados pero sí suficientes para causar la muerte de alguien que cayese de ahí. Veo los pies descalzos de Escobar, sus vaqueros desteñidos y su polo color azul marino. No veo su rostro.