Por ANDRÉS TAPIA
Llueve afuera. Es 28 de septiembre y pasan de las 15:00 horas, la hora tardía y acostumbrada del almuerzo en la Ciudad de México. La mesa contigua a la que yo me encuentro es un escenario inusual y feliz. Un hombre de entre 30 y 40 años, que porta un traje gris y una corbata roja de buena calidad, come con sus cuatro hijos: dos hembras y dos varones. Todos los chicos son rubios.
El más pequeño de ellos no debe de tener más de tres años. Su padre está a la izquierda y enfría a soplidos la sopa que, cucharada a cucharada, deposita en la boca del niño. Bajo la mesa hay tres mochilas infantiles, coloridas, y cada una de ellas porta el nombre de su propietario. Los chicos mayores, el varón y las dos hembras, no hacen aspavientos mientras una camarera deposita delante suyo tres cajas de cartón con la silueta de los ojos de un búho impresa en sus costados y un menú infantil compuesto de hamburguesas y papas fritas. Delante del hombre, un plato de paella se enfría.