Por ANDRÉS TAPIA
Se jugaba el Tie Break. El tablero marcaba 6-2 a favor de Juan Martín del Potro quien, además, tenía su servicio. El argentino sirvió una pelota violenta a la zona izquierda, pero Novak Djokovic consiguió devolverla. El juego continuó por esa banda, dos pelotazos, hasta que del Potro cambió la cadencia y atacó el flanco izquierdo del serbio, quien trompicándose llegó a la pelota y la devolvió magistralmente. Del Potro entonces la cruzó al lado contrario. Lenta, dramáticamente la bola golpeó la red y pasó. Djokovic se convirtió en piedra.
Del Potro no hizo aspavientos. En su rostro no había euforia sino incredulidad. Se quitó la bandana con desgano, caminó hacia a la red y se encontró con un Djokovic que, en lugar de estrecharle la mano, lo abrazó.
La escena fue épica: Del Potro dejó caer su cabeza sobre el hombro del serbio, quien comenzó a hablarle al oído. ¿Qué fue lo que le dijo? Sólo ellos lo saben. Pero el argentino, más que abrazar al rival al que había vencido, semejaba estar escuchando a su padre. Y, de pronto, se quebró: cerró los ojos para franquear o impedirle el paso a las lágrimas. Como sea, no parecían de felicidad sino de culpabilidad: como si de alguna manera supiese que acababa de cometer un crimen imperdonable.
Djokovic se miraba entero. Incluso sonrió. Luego caminó hacia su silla. Recogió sus dos maletas, colgó una en cada hombro, y extrañamente levantó la mano izquierda para despedirse del público. Lo hizo así porque la derecha la tenía puesta en el pecho, en la región del corazón. Se dio la vuelta, bajó la mirada y empezó a llorar como un niño mientras se dirigía a los vestidores. Mascullando por lo bajo, negando con la cabeza, enjugándose las lágrimas con la mano, ignorando los aplausos de la gente que lo ovacionaba, se marchó.
La imagen de Novak Djokovic llorando me devuelve a mi infancia.
Un día mi padre decidió enseñarme a jugar ajedrez. Y compró un montón de libros. Con seis años, entre partidas vespertinas y lecturas nocturnas me convertí en un estratega. Una tarde, papá me retó a una partida. Dije que sí. La partida avanzó hasta que restaban en el tablero menos de 10 piezas. ¿Qué pieza moví? No lo recuerdo. Sí el salto que di para anunciarle: “¡Jaque mate! Él se sorprendió. Y se volvió loco.
Por ese entonces, en mi colegio se organizó un torneo de ajedrez, y papá fue a presumir a su “prodigio” con la directora. “Es bueno, me ganó a mí”, le dijo. Gloria Estela López Reachi, directora de la Escuela Primaria Melitón Guzmán Romero, le tomó la palabra. “Quiero ver si eres tan bueno como dice tu papá”. Me dio una paliza. Después le dijo a papá que me había vencido en dos jugadas. Poco recuerdo de eso, pero papá replicó: “Tuvo que haber sido el ‘Mate del Loco’, es el único juego que puede terminar en dos movimientos”.
Aquella profesora maravillosa quizá exageró, pero la paliza fue contundente. Y aun así me aceptó en la selección de alumnos que disputarían el campeonato de ajedrez de la Ciudad de México.
Con siete años fui campeón. Y despedacé a todos mis rivales. Pero no me volví loco. Papá sí. Ingenuo, creyó que había incubado a un Bobby Fischer y me inscribió entonces en un torneo para adultos. Las derrotas se sucedieron en cascada. Después de la tercera, comencé a llorar y le dije: “No quiero jugar más, no puedo, no soy bueno, me ganan siempre”.
Mi padre me abrazó entonces y me dijo que a pesar de todo tendría que llegar al final. En el siguiente juego vencí a un chico que tenía 18 años. Nunca lo olvidaré.
Las derrotas deben llorarse sea que te enfrentes a un príncipe o a un mendigo. Seas el mejor o el último en la clasificación mundial.
Novak Djokovic no tiene nada más que demostrarle al Mundo. Lo ha ganado todo, y ganará mucho más. Y seguramente lo veremos en Tokio 2020. Y sin duda seguirá siendo un artista del tenis. Pero para entonces su capacidad, sus reflejos, su talento habrán menguado. Difícilmente subirá al pódium.
Él lo sabe. Por eso lloró al abandonar el Centro Olímpico de Tenis de Río de Janeiro. Sabía que el sueño de su infancia se desvanecía. Quizá para siempre.
Es sólo que esa imagen triste de Djokovic no sólo me devuelve a la infancia, sino también me confronta con mi nacionalidad, con mi cultura, con mi país.
La actitud de los atletas mexicanos frente a la derrota –al menos de la gran mayoría– suele ser de optimismo o conformidad. “Hicimos más de lo que se esperaba de nosotros”, “Estamos entre los finalistas”, “No se pudo pero seguiremos trabajando”, “Es muy difícil repetir medalla en los Juegos Olímpicos”.
Un teorema popular asegura: “Después del primero, todos son perdedores”. A los mexicanos, en cambio, nos basta estar cerca del ganador para suponernos ganadores.
No he visto llorar a ningún atleta mexicano en Río de Janeiro. De hecho, no recuerdo haber visto llorar nunca a ningún deportista mexicano. “Vamos a seguir trabajando, el mundo no se acaba, dentro de cuatro años las cosas cambiarán”.
Hay una actitud incluso cínica de Paola Espinosa, de Aída Román, de Alejandra Orozco, de… –escriban ustedes el nombre– para justificar sus derrotas. Lo que no hay son lágrimas. Ser cuarto lugar del Mundo, como Alejandra Zavala, supone de alguna manera un logro inconmensurable. Sí, pero no. Yo estaría hecho un mar de lágrimas por haber dejado ir no la medalla de bronce, no la de plata, sino de la de oro. Y Zavala la tuvo en algún momento de la competencia.
El domingo 19 de octubre del año 2014, Paola Longoria, la raquetbolista número 1 del Mundo, perdió un encuentro por primera vez luego de 152 victorias consecutivas en un lapso algo mayor a tres años. Y lo primero que hizo, al saberse derrotada, fue llorar.
En enero de 2015, Salvador Frausto, editor de la revista Domingo del diario El Universal, me pidió escribiera un perfil de Paola. Lo primero que me dije fue: “¿Qué puedo escribir de una mujer de la que se ha escrito todo?”. Y lo que escribí fue algo de lo que nadie había escrito en detalle: la derrota de Paola frente a Rhonda Rajsich.
Luego de habérselo entregado, Salvador me llamó. Y me dijo: “A partir de una derrota, contaste una historia improbable pero posible: la de una ganadora en un país de perdedores”.
El llanto de Novak Djokovic en Río de Janeiro lo dignifica como deportista y como hombre. Y lo convierte en un ser humilde a pesar de provenir de otro planeta. Lo mismo las lágrimas de Michael Phelps al recibir la medalla de oro en los 200 metros estilo mariposa. Y también las de Katinka Hosszú, la reina de Río 2016, al saberse victoriosa en su segunda competición. La noche de ayer conquistó su tercer medalla.
En un país de perdedores, situarse cerca de los ganadores puede justificar la existencia. Y hacerte un poco feliz.
Las sonrisas, el optimismo, las promesas y justificaciones vacías de los atletas mexicanos frente a sus derrotas definen a una nación.
El llanto de Novak Djokovic y de Paola Longoria define a los imposibles, a los eternos, a los titanes.
A esos gigantes invencibles que, enfrentados a la derrota, para seguir existiendo tienen que llorar un poco.