La rebelión de un cabeza caída (en contra de Jobs, Zuckerberg, Wozniak y Gates)

Por ANDRÉS TAPIA / Ilustración: PROCEDENTE DE PrairieBeauty.com

Una tarde de mediados de la década de 1970, mientras aguardaba en la sala de espera de un hospital, un hombre –quizá un anciano– tomó asiento frente a mí. No puedo recordar quién estaba conmigo: si mi madre, si mi padre, si yo estaba enfermo, o quién. Me recuerdo, en cambio, solo frente a aquel hombre mayor que llevaba puesto un sombrero, que tenía las manos rudas de un campesino, y que cargaba consigo una bolsa de malla que en el México de aquel tiempo se utilizaba para hacer las compras en los mercados populares.

Aquel hombre también aguardaba, ignoro si por su turno, por alguien más, o acaso eligió simplemente descansar un momento. En cualquier caso, con la prestidigitación de un mago, comenzó a extraer de su bolsa una serie de objetos que, excepto parecer basura, no tenían ningún otro denominador en común: un clavo grueso retorcido sobre sí; un trozo cilíndrico y delgado de madera sucia que medía entre 5 y 8 centímetros (del tipo que sería usado como mango de una paleta de caramelo); la mitad de una cápsula de plástico, de esas que contienen un juguete o un dulce y que se adquieren en una de esas máquinas expendedoras a las que hay que hacer girar una manivela; la tapa de plástico de una botella de vinagre; un papel de lija y una navaja.

No puedo recordar con exactitud cuántos años tenía yo, pero diré que siete sólo por expresar una cifra. Y si la cifra es exacta o cercana, hablamos de alrededor de 40 años distancia. Bien, pues a 40 años de distancia puedo recordar con exactitud todos y cada uno de los objetos que he descrito en el párrafo anterior. Y no sólo eso: lo que ese hombre hizo con ellos.

El anciano lijó primero el trozo de madera. Después, con la navaja, le dio filo a uno de los extremos. Acto seguido, valiéndose del clavo, horadó el centro de la cápsula y también la tapa de la botella de vinagre. Fue en ese momento en que ocurrió la magia. Atravesó con la punta del trozo de madera afilado la cápsula y en la parte superior le colocó la tapa. Tomó entonces el extremo superior y con sus dedos medio, índice y pulgar hizo girar aquel artilugio. Con aquella basura, aquel hombre había fabricado una perinola.

Mientras el juguete giraba, el hombre rio con el asombro que debido mi edad a mí me correspondía. Y la suya fue una de las risas más felices y cristalinas que he escuchado en toda mi vida.

Pero era la década de 1970 y muchas de las cosas que existen hoy ni siquiera eran una idea. Por ello mismo me habría encantado disponer de un iPhone y haber filmado aquel proceso que no duró más de cinco minutos. Y no sólo eso: también me habría gustado subir el video a Facebook, a Twitter, a Instagram y mostrárselo así a todos mis amigos y contactos. Es sólo que, en ese momento, nada de eso era posible.

En ese tiempo, Steve Jobs y Steve Wozniak estaban trabajando en un garaje de Los Altos, en Santa Clara, California, la idea de crear una computadora. Bill Gates estaba a punto de abandonar Harvard con la intención de fundar una compañía de software, y Edward Zuckerberg y Karen Kempner, un dentista y una estudiante que deseaba estudiar psiquiatría, convinieron una cita a ciegas en Brooklyn, Nueva York. Ninguno de los dos podía imaginar que contraerían matrimonio unos años más tarde y que su segundo hijo –el cual habría de nacer el año 1984– estaba destinado a cambiar el Mundo.

Mis ojos, los ojos de un niño, hicieron las veces de la cámara primaria de un iPhone 6. Mi cerebro y sus surcos guardaron aquella secuencia en la inconmensurable –pero finita– capacidad de mi memoria (¿alguien quiere sugerir cuántos GB en RAM considerando audio, imágenes, video, aplicaciones, sentimientos, emociones y experiencias? ¡Ja!). Mi inocencia e ignorancia hicieron lo demás.

Los orígenes de la Internet en tanto idea se sitúan en los primeros años de la década de 1960. Su primera aplicación concreta en 1969. El inicio de su imperio comienza a gestarse en torno al año 1995. Pero su consolidación ocurre a partir del año 2000 y su desarrollo, a partir de entonces, es vertiginoso.

En el año 2000 los teléfonos celulares sólo eran teléfonos desprovistos de un cable. Las cámaras fotográficas sólo eran cámaras. Las cámaras de video solo grababan video. El correo electrónico una novedad maravillosa pero aún incomprensible del todo. Y la Encyclopaedia Britannica una institución universal que, incluso con mucho esfuerzo, seguía produciendo libros físicos y generando ganancias, así éstas fuesen menores.

Soy dueño de un iPhone 6 que toma fotos, graba audio, video, reconoce mediante una aplicación al menos dos terceras partes de la música que ha sido grabada en el Mundo, me indica las coordenadas del sitio en el que me hallo, me indica el norte y el sur, la hora, el valor de las principales empresas del mundo (entre las cuales están Microsoft, Apple, Facebook, etc.), las condiciones climáticas, la temperatura de mi cuerpo –llegado el caso– y me ofrece la oportunidad de contactarme con gente tan solitaria, o tan social, o tan absurda, o tan todo eso… como yo (y no he mencionado al sexo, que también es posible de una manera extraña, absurda y pretenciosa, acaso fría, inconveniente y distante, pero también, de manera paradójica, candente y excitante).

El Homo Sapiens, descendiente del Homo Erectus, el primate que tras erguirse y aprender a caminar únicamente con sus extremidades inferiores empezó a rediseñar el Mundo a partir de la evolución de su cerebro, ha comenzado a bajar la cabeza desde hace algunos años. No significa eso que involuciona, pero sí que su talla disminuye y se hace menor.

Y es así porque ha dejado de mirar al Mundo de manera natural y le ha añadido un filtro. Un adminículo que lo hace mirar menos, recordar menos, escuchar menos, escribir menos –aunque en la práctica lo haga más– e incluso hablar menos. Y para ello debe inclinar la cabeza. Someterse.

Es el año 2016 y vemos discurrir la historia del Mundo, nuestra historia, en una pantalla de 4.7 pulgadas de largo. No lo niego, es una hermosa historia en medio del horror que es hoy la humanidad, pero es una historia viciada e incompleta por más maravillosa que parezca.

Tengo miles de fotos almacenadas en mi teléfono y en mi computadora, fotos en ocasiones tan recientes de las que, sin embargo, no puedo precisar el día o la hora en que fueron tomadas, aunque para ello disponga de la memoria certera y precisa del iPhone, de Facebook, del software producido por Apple, por Microsoft.

Anoche me rebelé a la dictadura de los smartphones. Y dejé el mío donde siempre: en la mesilla de noche y en silencio. Pero a despecho de Jobs, de Wozniak, de Gates, de Zuckerberg, en mi imaginación –y estoy seguro que en mi memoria–, recordé a aquel hombre casi anciano que un día de hace 40 años fabricó delante de mí un juguete burdo y simple… pero feliz.

Esa fotografía, ese video, esa historia no están en la memoria de mi iPhone. Están en mí.

Con eso basta.