Por ANDRÉS TAPIA
Daría cualquier cosa porque las palabras que dan título a esta columna fuesen mías. No lo son. Pertenecen a Joaquín Sabina y se complementan con el siguiente verso: “…y a los niños les da por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra…”
Sabina las escribió en 1980, el año en que John Lennon fue asesinado, tiempo en el cual el movimiento contracultural denominado “la Movida Madrileña” surgió para apuntalar la transición de la España postfranquista, y de paso inoculó del germen del idealismo a la propia España y, un poco más tarde, a Hispanoamérica.
De otro modo –acaso el modo del narrador, de ese al que no le es dado entrometerse sino apenas observar–, Sabina también formó parte de dicho movimiento. Muerto el dictador, el padre autoritario e intransigente que hizo de España un accidente en la geografía de Europa, había que organizar una fiesta. Y así ocurrió.
Aquella fue una celebración llena de ideas brillantes, pero también de muchos excesos. Y como la libertad conseguida no parecía suficiente, en muchos casos se apostó por el libertinaje. Cierto, fue un libertinaje cándido, näive, sin duda. Incluso es posible que haya rayado en lo cursi.
Sin embargo, Sabina pudo atisbar que, si bien aquella “fiesta” no terminaría de forma dramática, sí alteraría en los años por venir –radical, brutalmente– el ánimo y el espíritu de las nuevas generaciones.
Hace tan sólo unas semanas, la hija de un amigo se vio inmiscuida en una situación desagradable que por razones obvias no comentaré. Baste decir que cuando tienes 13 años eres lo que otros niños de 13 años quieren que seas. Como resultado de esa dictadura gremial –una en la que los medios de comunicación, la omnipresencia de Internet, el acceso a dispositivos de comunicación cada vez más complejos, integrales y, valga la expresión, democráticos–, de algún modo obtuso ella renunció a seguir siendo niña por un poco más de tiempo.
Ignoro –o no estoy seguro o en realidad no quiero saber– en qué momento el mundo se precipitó en una carrera demencial cuyo objetivo inconsciente era el de acortar la duración de la niñez y la adolescencia. Pero en cambio tengo la certeza de que tanta prisa no puede conducir a nada bueno.
Culparía de primera mano a Internet, esa metáfora postmoderna de El Aleph de Borges, a partir de la cual podrían contemplarse todas las cosas del mundo, pero temo que no sería ni justo ni exacto.
Cuando –inadvertidamente, tal vez– Joaquín Sabina percibió que “las niñas ya no querían ser princesas”, la Internet era apenas el sueño de unos cuantos y sus misterios y alcance tan desconocidos como aún lo sigue siendo el universo.
Su nostálgico teorema (“una verdad susceptible de ser comprobada” de acuerdo a la definición del diccionario) señalaba más al fin del romanticismo del que estuvo impregnada la década de 1960 y cuyos estertores alcanzaron los años 80, que al avance y desarrollo de nuevas tecnologías.
Eso sí: el mundo se volvía cada vez más cínico y materialista, y de a poco y sin que nadie pudiese darse cuenta, las revoluciones se convirtieron en animales mitológicos de los que no podría decirse si es que existieron alguna vez.
El sueño de perseguir un balón y empujarlo a las redes, de aguardar por un caballero que vendría de un reino lejano, se desvaneció quizá no por la falta de afanes, sino acaso por el exceso de ellos. Si el mundo no tiene remedio, si todo terminará más tarde o más temprano en tragedia, ¿por qué no vivir todo lo que hay que vivir de golpe y de una buena vez?
En esa lógica absurda pero no carente de sentido, abandonar la niñez se convirtió en un decreto dictado por el cinismo de los tiempos, y dejó de ser el curso natural de la vida de un ser humano. Y fue así como triste, burda, estúpidamente, los sueños más caros de un niño se redujeron a un dispositivo electrónico llamado smartphone.
Dicen que el tiempo es el maestro más cruel: primero te entrega el examen y luego te da la lección. Estoy cierto que es así.
No hay forma de evitar la pérdida de la inocencia. Un día, cuando uno menos lo espera, ocurre y el mundo cambia. Pero creo firmemente en que los ideales pueden y deben ser defendidos con el honor y la gallardía de la que hacían gala aquellos caballeros que habitaban –y, de algún modo, aún habitan– los poemas antiguos.
Hombres y mujeres nacemos siendo caballeros y princesas y, un día, la sociedad en la que vivimos nos arrebata esa condición.
Perder tal linaje por los decretos de un mundo egoísta y envidioso es el acto más triste de la historia. Un acto que no puede evitarse, pero sí postergarse.
Todo consiste en querer seguir siendo niño por un poco más de tiempo.
Texto publicado en la revista GQ México el 1 de agosto de 2011