Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: CHRIS GOLDBERG

 

Miré a una mujer que tenía el rostro

hecho por la pluma de Borges:

finito, geométrico, fantástico… así.

 

Era Broadway y era un bar;

era Nueva York y llovía, llovió.

Ella estaba húmeda de algo… no sé.

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: JIM GLAB

Hay dos leyendas acerca de Andy.

Una es la imagen de un vaquero triste y furioso que, luego de hacer el amor con una mujer improbable, se marcha a galope en un caballo negro cuyos cascos levantan el polvo agreste y la tierra miserable de Santa Fe, Nuevo México. Escucho una voz decir: “Adiós Milva, soy Andy… nunca te olvidaré”.

Pero eso está en mi mente, esa es mi idea de la vida. Lo tuyo, Andrés después de Andrés, es otra cosa.

También eres un vaquero triste. Y furioso. En realidad eres el más furioso que he visto, que se ha visto, en el Oeste. Y el más triste.

Por ANDRÉS TAPIA

En la obra de teatro Esperando a Godot, de Samuel Beckett, dos vagabundos, Vladimir y Estragon, aguardan a la sombra de un árbol por alguien a quien llaman Godot, con quien presumiblemente tienen una cita, pero esto no queda del todo claro. Mientras lo hacen, dos personajes más aparecen: Pozzo, un hombre cruel que afirma ser el dueño de la tierra en la que están postrados, y Lucky, su criado.

Tras sostener alguna interacción, Pozzo y Lucky se retiran, y Vladimir y Estragon permanecen a la espera de Godot, que jamás llega. En su lugar, aparece un chico que porta un mensaje del ausente. Llanamente les dice que Godot no ha podido presentarse, pero que “mañana seguramente lo hará”. Vladimir y Estragon, que han pasado largo tiempo a la espera de alguien que probablemente no existe, o quizá sí, deciden marcharse… pero al final no lo hacen.

Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: JOEL HAWKINS

Cuando era niño vi una serie de dibujos animados en la que se contaba la historia de Pipo, un perro que perseguía autos. Podían ser grandes o pequeños, de colores sobrios o estridentes, nuevos y flamantes, antiguos y decadentes, de motor o de pedales… Nada de eso, al final, importaba: él los perseguía a todos.

Un día, por un descuido de su dueño, Pipo se extravió en un aeropuerto. Y descubrió los aviones. Eran más grandes que los autos que solía perseguir y mucho más veloces. Sin embargo, lo que hacía únicas a aquellas máquinas era que, en determinado momento, alzaban el vuelo y desaparecían en el horizonte. Pipo encontró aquello fascinante.

Permaneció durante horas, tan quieto como si aguardase por la llegada de su amo, observando el despegue y el aterrizaje de los aviones. Tan reflexivamente como le puede ser dado a un perro, decidió que no había gracia alguna en perseguir a las bestias que tocaban tierra y se detenían; lo que verdaderamente implicaba un reto era hacerlo con aquellas cuyo destino era el cielo.