Andrés después de Andrés (no hay lugar para la poesía)

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: JIM GLAB

Hay dos leyendas acerca de Andy.

Una es la imagen de un vaquero triste y furioso que, luego de hacer el amor con una mujer improbable, se marcha a galope en un caballo negro cuyos cascos levantan el polvo agreste y la tierra miserable de Santa Fe, Nuevo México. Escucho una voz decir: “Adiós Milva, soy Andy… nunca te olvidaré”.

Pero eso está en mi mente, esa es mi idea de la vida. Lo tuyo, Andrés después de Andrés, es otra cosa.

También eres un vaquero triste. Y furioso. En realidad eres el más furioso que he visto, que se ha visto, en el Oeste. Y el más triste.

Tú no te marchaste en un caballo negro, no le hiciste el amor a ninguna mujer y nadie te vio, nunca, llegar a esa cantina. Aunque bien es cierto, y no hay modo de refutarlo, que todos en el pueblo te contemplaron –cada noche, todas las noches–, escribir en un cuaderno tus ideas de justicia mientras vaciabas, uno tras otro, hasta cinco vasos de whisky.

Te recuerdo ensangrentado una tarde mientras el pueblo ardía. Habías perdido el sombrero y la calma. De tu cabeza brotaba un torrente de sangre y de tu boca todas las blasfemias del mundo: alguien que conocías te traicionó y ya no serías el sheriff de aquella región que para ti era la tierra prometida. Te mordiste los labios, regresaste a tu infancia, y casi sin darte cuenta te abrazaste a ti mismo. Nadie lo recuerda hoy, pero en aquella imagen, Andrés después de Andrés, había tanta poesía.

Lo de hoy es otra cosa.

Camino a las postrimerías del pueblo, a un sitio mucho más cercano al horizonte, con tal de alejarme de tu presencia y la venganza que juraste aquella tarde. Cinco pasos atrás me sigue tu recuerdo, renqueando, pero avanza tan rápido que no estoy seguro si conseguiré perderlo. El sol desciende y estiliza nuestras sombras en el desierto, al tiempo que una ráfaga de viento insolente amenaza con arrancarnos los sombreros. Yo puedo perderlo, tú no.

Volveré al pueblo, a la cantina, y en el trayecto te abandonaré en un callejón donde yacen indolentes cien muertos. No los asesinaste tú, ni siquiera los imaginaste morir. Pero ahora éste es tu pueblo y debes hacerte responsable. Es así, por más que me fastidie. Es así, por más que lo ignores.

Llegaré a la cantina. Sé que hablarán de ti. Entre humores de whisky y ajenjo, de tequila y cerveza, los relatos de tus hazañas se volverán más densos que el humo de los cigarrillos, que el ruido de la pianola. Y aunque todo esté dispuesto para la poesía, ésta no tendrá lugar, porque no habrá lugar para ella.

Verás…

Alguien cuenta la historia de aquella ocasión en la que te aniquilaron, cuando con treinta hombres detrás tuyo, todos armados con rifles, fuiste incapaz de conquistar el pueblo.

–Se quedó dormido a tres millas de distancia, festinando lo que no había sucedido, y cuando a la mañana siguiente llegó al pueblo, ya no había nadie a quien perseguir. Es sólo que…

–¿Qué?

–Al caer el sol regresó con todos sus hombres. Y a punta de pistolas y rifles incendiaron el pueblo. Las llamas iluminaron toda la noche de Nuevo México y hubo quienes pudieron verlas desde Albuquerque, Trementina, Carlson Forest, Aztec, La Ciénaga, Tierra Amarilla, Cimarrón… Alguien incluso aseguró haberlas visto desde Des Moines, es posible, pero quizá sólo fueron cuentos. Lo que es cierto es que nada quedo ahí, nada.

–Algo habrá quedado.

–Tierra quemada, sombras, cenizas.

Verás… no sé si es el whisky, pero tu recuerdo se transforma. Al principio parece una voluta de humo que anhela ser arrastrada por el viento y viajar hacia el sur, perderse en el desierto, y quizá llegar a México, en jirones, pero llegar al fin. Pero entonces la miro estilizarse, rizarse en vertical como los vapores del resto de una hoguera, y al estrellarse contra el techo fragmentarse en los mil y un demonios que te habitan. Entonces caigo en la cuenta de que México está allá abajo, el desierto a diez millas de distancia, y tu presencia infame a menos de 200 metros.

Hace dos meses se llevaron a Milva Paxton, no sé a dónde, pero deseo que haya sido muy lejos. No quiero encontrarla cerca de aquí, en el fondo de una cañada, en una ribera del Lago Cochiti o en las faldas de la montaña. Sin un cadáver de por medio siempre podré imaginar que decidió marcharse a California, en busca de aquella colina que le conté estaba marcada por dos cruces y desde la cual era posible contemplar el Océano Pacífico. No esperé nunca que me siguiera, pero siempre lo imaginé, especialmente la noche de aquel día en que dejé atrás la frontera de Arizona.

Sé que no hiciste nada por ella. Que sus gritos, al igual que la noche aquella en que incendiaste Perdición, se podían escuchar en todo Nuevo México: Albuquerque, Trementina, Carlson Forest, Aztec, La Ciénaga, Tierra Amarilla, Cimarrón… Alguien incluso aseguró haberla escuchado en Des Moines. Esos no fueron cuentos, Andrés después de Andrés, eso fue otra cosa. Fue tu soberbia, tu mezquindad, la futilidad que sientes por todo aquello que escapa a tu concepción de la justicia.

Alguna vez, Andrés después de Andrés, fuiste la poesía. Esa idea luminosa que hacía del desierto un lugar tibio durante las noches más frías; un banjo lejano, y con él una armónica, y entre ambos y los rumores del viento atravesando los pastizales, algo parecido a una epifanía. Pero no más, en Santa Fe ya no hay lugar para la poesía.

Hay dos leyendas acerca de Andy.

Una es la imagen de un vaquero triste y furioso que incendia un pueblo sólo para vengarse y convertirse en el nuevo sheriff de un lugar que no supo defender.

En la otra es un cadáver, tendido de cara al sol en la calle principal de un pueblo, mientras los cascos de un caballo negro levantan el polvo agreste y la tierra miserable de Santa Fe, Nuevo México, y se pierden en dirección a una colina lejana que está marcada por dos cruces, con la esperanza de hallar ahí a una mujer llamada Milva Paxton.