Marie

Por ANDRÉS TAPIA

La noticia de la muerte de Marie Fredriksson no pasa desapercibida para mí en el flujo de las notificaciones de los medios de comunicación a los que estoy suscrito, pero el reflujo de las redes sociales y sus hordas estridentes me hacen ignorarla apenas se convierte en trending topic. La noticia de la muerte de Marie Fredriksson, la parte femenina de Roxette, se convierte entonces en la mordida de un mosquito insignificante pero temerario que ha decidido atacar mi cuello.

Es 1989, el invierno se termina, y en la radio suena una canción de un dueto sueco que en su indumentaria exhibe las reminiscencias de un pasado punk, pero cuya música se ubica en las antípodas de la furia y la rebeldía. La melodía se llama “The Look” y está compuesta por una serie de arpegios armónicos trabajados hasta el cansancio en el estudio y los cuales se sustentan en un compás de cuatro cuartos. Si se escucha con detenimiento, en especial el ritmo que marca la batería, es posible percibir el lab dab de un corazón acelerado y frenético.

Es el ritmo tiránico del rock ‘n roll, pero también del pop. Todo depende de qué hemisferio de tu cerebro, el derecho o el izquierdo, esté más activo en ese momento. Pero si ambos se hallan en una situación de balance en la que el pensamiento no predomina sobre las emociones y viceversa, es muy posible que te dejes llevar como lo haría la rama rota de un árbol que ha caído en la corriente de un río.

Insisto: es 1989. Conozco a una chica llamada Rocío en la universidad, la única especializada en periodismo en la Ciudad de México. Ella está inscrita en un grado menor al que yo curso y un día, en una fiesta juvenil, suena “The Look”, de Roxette. Lo que digo ahora lo imagino, con un grado de certeza altamente probable, pero en tanto no hay evidencia física ni testimonios, es inaceptable para los historiadores. La canción de Roxette, empero, con la voz de soprano de Marie Fredriksson apenas haciendo coros, me hace percibir de algún modo ignoto el lab dab de mi corazón.

No, ésta no es una historia cursi, aunque quizá tendría que serlo, pero no lo es.

La historia, mi historia, con Rocío es accidentada. No puede ser de otra manera: dos jóvenes que no han sido vacunados contra el virus de la eternidad se presuponen eternos. Y la vacuna a tal enfermedad no es otra cosa más que una simple dosis de realidad. Mi deseo de ser eterno me perseguirá durante cuatro, tal vez cinco años; a Rocío la hará arrepentirse pasados ocho.

En algún momento, empero, no al final del tiempo correspondiente a mi periodo de sanación sino al final preciso de mi relación con ella, me descubriré escuchando otra canción de Roxette, esta vez una en la que Marie Fredriksson lleva la voz principal –como ocurrió con la mayoría de sus canciones después de que “The Look” dejase de encantar a la juventud con su ritmo de cuatro cuartos que simulaba el lab dab de un corazón acelerado –: “It Must Have Been Love”.

No recuerdo el momento ni la circunstancia, aunque dispongo de una testigo (Marcela Lobato) que me miró cantar y quizá llorar al influjo de una Power Ballad, el súbgenero musical por el que Roxette se decantó y partir del cual construyó su leyenda. Una tan frágil y frívola que, apenas llegada la década de 1990, se diluyó entre las ensoñaciones histéricas pero auténticas del grunge, los desvaríos geniales de la música electrónica y el renacimiento de una nueva forma, acaso no tan egregia pero ciertamente elegante, del punk.

Escribo esto y escucho los éxitos de Roxette, Power Ballads en su mayoría, y encuentro retazos y ecos de la historia. Un periodista de L.A. Times, en una reseña del álbum Look Sharp!, el segundo en la discografía del grupo y el que los catapultó a la categoría de popstars a nivel mundial, escribió: “El problema es que en la mayoría de las canciones de Look Sharp!, la música es de una naturaleza tan ligera y efímera que desaparece sin dejar rastro apenas el disco es retirado de la tornamesa. Parece que el fuerte de Roxette es la música pop que está bien hecha y presentada, pero es totalmente desechable”.

Gun-Marie Fredriksson murió el pasado 9 de diciembre. Tenía 61 años de edad y padecía, desde hace 17, acaso la peor manifestación del cáncer: la cerebral. Un tumor le hizo perder las capacidades más simples: leer, cantar, recordar. Cuando el año 2002 le diagnosticaron la enfermedad, los médicos le dieron máximo un año de vida, aunque hubo algunos que se pronunciaron por tres.

Por alguna razón que ni la ciencia ni la lógica pueden determinar, consiguió decepcionarlos a todos. Aprendió de nuevo a leer, a cantar, a vivir. Y recordó aquellas canciones cursis y sensibleras que compuso su pareja musical, Per Gessle, y las volvió a interpretar delante de miles de personas que, nostálgicas e irracionales, eran incapaces de entender una paradoja muy compleja: los años 80 se habían extinguido y sin embargo, alguien, en algún sitio del mundo, aún los gloriaba.

A las pocas horas de hacerse pública su muerte, las plataformas de audio y video por streaming de todo el mundo registraron un lógico pero extraordinario incremento en cuanto a la reproducción de sus canciones. Dos de ellas fueron las que más se reprodujeron en los audífonos y reproductores de audio de todo el planeta: “Listen to Your Heart” e “It Must Have Been Love”. Yo contribuí con al menos tres reproducciones a esta última.

Dije antes que ésta no es una historia cursi, aunque quizá tendría que serlo. Lo reitero ahora: no lo es.

La semana pasada, al conocer de la muerte de Marie Fredriksson, la parte femenina de Roxette, experimenté la sensación de haber sido mordido por un mosquito insignificante pero temerario que decidió atacar mi cuello. Y mi reacción a ello, la primigenia, fue aplastarlo con la palma de mi mano.

Ha pasado algo más de una semana y la roncha provocada por su mordida no ha disminuido en tamaño e incluso se ha infectado. Pero debo decir que, excepto para contextualizar este relato, el recuerdo de Rocío no ha servido para nada más. Es así porque Marie Fredriksson no tocó mi historia con ella… me tocó a mí.

Su pasado punk la marcó de por vida y jamás abandonó la imagen andrógina –el cabello corto y alborotado, los vaqueros desgarbados, las botas sucias, las chaquetas de piel–. Su voz de soprano, desgarrándose en la cursi y melosa “It Must Have Been Love”, adivinaba el día en que sabría de su destino.

Escucho la canción de nuevo y sólo puedo contemplar su sonrisa, su improbable sonrisa, en un mundo instantáneo e insípido en el que los relatos que trascienden apenas tienen una extensión de 280 caracteres.

A contracorriente de lo que soy, de lo que fui y de lo que seré o quizá podré ser, debo decir hoy que aquel periodista de L.A. Times que hizo la reseña de Look Sharp! se equivocó: hay música pop, ligera y efímera que, pese a ello, permanece muchos años después de que el disco ha sido retirado de la tornamesa.

Es casi el invierno de 2019, han pasado 30 años, y puedo escuchar con los modos de una maldición el lab dab de mi corazón.

Marie, canta otra vez “It Must Have Been Love”.