Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: ALEX MECL / UNSPLASH
La fotografía que da testimonio de la primera ascensión exitosa al Monte Everest, la tomó el explorador neozelandés Edmund Hillary y en ella aparece el sherpa nepalí Tenzig Norgay, su compañero de aventura, quien sostiene un piolet en cuya parte superior es visible la bandera de Nueva Zelanda.
Es el 29 de mayo de 1953. En ese tiempo la tecnología de las cámaras fotográficas no habría permitido que una persona pudiese tomarse una foto a sí misma, al menos no para registrar con autoridad el registro de tal hazaña. Se dice que Hillary fue el primero en pisar la cima y que, a cambio, concedió a Norgay el privilegio de aparecer antes que nadie en el “techo del mundo”.
Las cosas han cambiado un poco desde entonces hasta ahora. Hace unos años, el gobierno de Nepal puso en marcha un proyecto para habilitar la cobertura de Internet a 8,848 metros de altura, con la finalidad de que los alpinistas que quisieran emular a Hillary y Norgay, pudiesen tomarse selfies y subirlas a Twitter, Facebook e Instagram en tiempo real.
Es imposible negar que llegar a ese sitio implica una hazaña, hoy mucho más sencilla que lo que fue para Hillary y Norgay y para aquellos que les precedieron y también para muchos más que les sucedieron, pero el que se haya vuelto popular no la hace menos peligrosa. Consecuentemente, hacerse una selfie en la cima del Mundo o rumbo a ella es algo que nadie en su sano juicio dejaría pasar, o por lo que arriesgaría, incluso, la vida.
Se han documentado líneas de alpinistas compuestas por alrededor de 200 personas en dirección a la cima del Everest. En la única zona plana cercana a la cumbre existe una parte del tamaño de dos mesas de ping-pong. Es ahí donde la mayoría suele intentar las selfies, sin razonar que la caída más simple y boba supone la muerte.
¿Hay alguien aquí o en otro planeta que no se tomaría una foto a sí mismo en el momento en que llama a las puertas del Olimpo y estas le son abiertas? Del año 2012 al 2019 murieron 76 personas tratando de alcanzar la punta del Everest. Las causas son diversas, pero el común denominador detrás de ello es conseguir una hazaña y formar parte de un selecto grupo que, sin embargo, cada año recibe más miembros.
En lo personal yo haría lo mismo. Ascender el Everest no es correr un maratón y en algún momento intentaría tomarme una foto y restregársela en la cara a toda la humanidad, cada vez más pequeña, por cierto, por causa de su vanidad y de la pandemia de la Covid-19.
Lo que no haría, sin menoscabo ni menosprecio de quienes sí lo han hecho, es tomarme una selfie en el momento de recibir la vacuna que me inocula y en consecuencia me hace diferente, más fuerte y más resistente, ante una enfermedad que al día de hoy ha causado la muerte de casi tres millones y medio de personas en todo el mundo.
Hoy las selfies han dejado de serlo y se llaman vaxxies, esas imágenes que inundan las redes sociales y en las que una persona, diez personas, mil personas, millones de personas, se toman una foto a sí mismas en el momento en que son vacunadas y al fin, por fin, luego de más de un año de sentirse y saberse en peligro, se consideran inmunes y con el derecho de volver a la vida que conocían antes de la irrupción de la pandemia.
Eso no está mal, al menos del todo mal. Lo malo, es que la propia celebración va en detrimento de aquellas y aquellos que aún se encuentran en medio de la tormenta y aún son susceptibles de contraer el virus y no lograrlo. “Hoy me he salvado, soy feliz”. Sí, bueno, me alegra, pero ahí afuera aún hay otros que están a la espera. Por decencia, supongo, o algo así, no tienes que gritarlo.
“La palabra ‘selfie’ marca el tono de la época’”, escribió el escritor mexicano Juan Villoro en un texto de hace unos pocos años que parece perdido, pero no olvidado. “Más que a un procedimiento artístico, se refiere a una actitud. Quien se retrata a sí mismo rara vez practica un gesto estético; define el momento y el humor en que se encuentra. Además, muestra que no requiere de otro apoyo que de sí mismo”.
El teorema de Villoro tiene una contradicción, no en sí mismo ni por él, sino en aquellos a los que define y retrata: “… no requiere de otro apoyo que de sí mismo”.
La selfie, la vaxxie, la palabra o el maldito neologismo que quieran inventar mañana, se refiere a la vanidad a la que nos condujo la tecnología en el Siglo XXI: un cuerpo hermoso, una culpa inexistente, una posición bendita. Haz girar la cámara de tu iPhone y todo está puesto.
Aquellos que ascienden al Everest y a falta de unos cientos de metros –sin saber a ciencia cierta si van a alcanzar la cumbre– se toman una selfie para dejarle claro a alguien, no propiamente a sí mismos, que han llegado más alto que muchos, me parece que tienen un punto aunque, en el fondo, este sea muy idiota y egoísta.
Aquellos que se toman una selfie cuando son vacunados en uno de los momentos más complicados en la historia de la humanidad y la exhiben con una sonrisa que no se mira, pero se advierte, detrás de una máscara cubrebocas, me parece que son las personas más egoístas que han existido jamás.
Queda claro que las hazañas requieren de publicidad, marketing y promoción.
Y que la salvación, en apariencia, es un acto que, per se, sólo necesita de silencio.