Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: Jason McCANN / UNSPLASH
Hace veinte años menos un día, Gustavo Moheno llamó a mi teléfono de línea fija y vomitó un puñado de palabras parecidas a estas: “¡Están atacando las Torres Gemelas, acaban de estrellar dos aviones! ¡Despierta, Tapia! ¡Y enciende la televisión!”
Pasaban de las 09:00 horas. Yo tenía un viejo televisor que me había regalado mi hermana y que pocas veces encendía. Me pensé víctima de una inusual y mala broma de mi amigo, de modo que le respondí: “¿Ese es el argumento de alguna película que quieres filmar? Porque si es así es bastante malo”. Por toda respuesta, lo escuché gritar: “¡Enciende la televisión!”
Es ocioso describir lo que vi porque todos lo hemos visto por lo menos mil veces. Y, como a todos, veinte años después menos un día esas imágenes aún me acompañan cuando cedo a la tentación de tratar de entender al Mundo en que vivo.
La mañana de ayer desperté de un sueño en el que construí una frase que me hizo –dentro del sueño– sentir apacible y tranquilo como nunca en mucho tiempo: El día que al fin te veo estoy tan triste. En el sueño, esas palabras no las pronuncié yo sino la persona a la que he amado más profundamente en toda mi vida. Y las pronunció mientras –de manera sorprendente y paradójica– sonreía.
Desperté al instante, sin la paz y tranquilidad que experimenté en el sueño al escucharlas, pero, al mismo tiempo, sin la agitación y la zozobra que produce la verdad una vez que la has escuchado: El día que al fin te veo estoy tan triste.
Abiertos los ojos, con la tenue luz del día entrando por la ventana, hice por hacer por mi libreta de notas en la mesilla de noche para escribir esas diez palabras y recordarlas. Pero, en un acto de fe, volví a cerrarlos y las repetí diez veces en mi cabeza con los modos de un mantra para recordarlas: El día que al fin te veo estoy tan triste.
Dormí un rato más. Y al despertar, por fin, volví a escuchar en mi memoria dos de las palabras del puñado que Gustavo me gritó hace veinte años menos un día: “¡Despierta, Tapia!”
Lo curioso es que, tras arrojarme agua a la cara y al cabello, tras verter agua en la cafetera y tres cucharadas de café molido en un filtro, hice lo que Gustavo me pidió, ordenó, hace veinte años menos un día: encendí el televisor.
Netflix estrenó un documental que esperaba, The Women and the Murderer, y mientras lo veía sin mirarlo, en mi mente deconstruía la frase que en mi sueño escuché: El día que al fin te veo estoy tan triste.
Como un condenado en la horca, justo en el momento que se abre la tablilla debajo de sus pies, sentí el golpe de la muerte misma, ese que te devuelve a tu infancia. Y recordé la lección más simple de la lengua española que se refiere a enunciar una oración y sobre la cual se sustenta su propio origen: sujeto, verbo, predicado.
Ensayé en mi mente: Los aviones se estrellan en las torres.
Sujeto, verbo, predicado.
Entonces, si el sujeto es la persona, personas, animal, animales o cosa, cosas, de la que, de las que, se dice algo, el sujeto son los aviones, el verbo es estrellar, y el predicado es lo que se dice del sujeto, las torres –un sustantivo– son, a un mismo tiempo, el sujeto y el predicado.
El día que al fin te veo estoy tan triste.
“¿Quién está triste?”, preguntaría una profesora de español en orden de hallar al sujeto de esta oración en la que no hay sujeto aparente, pero alguien diría: ‘Yo’”. “¿Y quién es yo?”, replicaría la profesora. “El sujeto”, respondería alguien más. “¿Y el verbo?” “Ver y ser”, diría una alumna. Soberbia, entonces, la profesora contraatacaría: “¿Y el predicado?” En ese instante, el más humilde sus alumnos dirá: “El día que al fin… tan triste”.
En tiempos en los que las redes sociales dictan y determinan con la soberbia de un sátrapa la extensión de los mensajes que circulan a través de Internet, una frase mínima, insulsa en apariencia, y alejada radicalmente de las tendencias artificiales creadas por los estrategas políticos y mercantiles que enseñorean al mundo, así como por esos noveles y patéticos “ficcionistas” de la realidad llamados influencers, no tendría porqué alarmar absolutamente a nadie.
Y, sin embargo, lo hizo.
Mi familia, mis amigos, algunos conocidos, ex parejas, me llamaron para preguntar por la tristeza expuesta en una frase de diez palabras colocada como un gol en el ángulo superior izquierdo por Lionel Messi en la portería de una red social. Por mi tristeza.
No voy a negarla. Pero el punto no es ese.
En una frase de diez palabras, en un sueño –y en los sueños los que sueñan son la misma persona personificando distintos papeles–, alteré de manera inconsciente el orden y la gramática en la que sujeto, verbo y predicado de una oración común se entrelazan. No era mi intención.
“¡Despierta, Tapia!”, me gritó mi querido amigo Gustavo Moheno hace veinte años menos un día en el momento mismo en que la historia del Mundo cambió para siempre.
Veinte años menos un día después, ya tengo una respuesta para él. Y también para mí:
El día que al fin te veo estoy tan triste.