Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: CAMILO JIMÉNEZ / Unsplash
Hace algunos años, de manera azarosa pero al mismo tiempo premeditada, descubrí que en la Era de Internet era necesario contar con un respaldo, copia de seguridad o back-up en caso de que los sistemas y los dispositivos electrónicos colapsaran.
Un día mi teléfono móvil falló, simplemente dejó de encender, y en el momento en que lo hizo yo precisaba hacer una llamada urgente. Entonces las cabinas telefónicas ya eran una especie en alarmante peligro de extinción, pero aún era posible hallar alguna. Mi respaldo, copia de seguridad o back-up estaba en mi cabeza: conocía de memoria el número de la persona a la que debía que llamar, de modo que lo que pudo haber sido una tragedia no lo fue.
No puedo asegurar que no conozco a nadie que haga copias de seguridad, pero creo que esas personas ya son muy pocas en mi entorno o fuera de él. Y cada vez serán menos. Llegado a este punto sería necesario definir ¿qué es una copia de seguridad? Y, pese a ser una pregunta retórica, habría que agregar una variable: ¿qué es una copia de seguridad en la Era de Internet?
En la ocasión a la que aludo, la copia de seguridad era mi memoria: un sistema de almacenamiento y resguardo natural que debe ser objeto de mantenimiento constante para funcionar en óptimas condiciones y que, a pesar de ello, no es infalible y sí, por el contrario, susceptible de colapsar en algún momento.
El día de ayer, las plataformas de las redes sociales más utilizadas y populares del mundo colapsaron por alrededor de seis horas. Facebook, Instagram y WhatsApp, las tres pertenecientes al emporio creado por Mark Zuckerberg, dejaron de operar y afectaron en mayor o menor medida a 3,500 millones de personas en todo el mundo, es decir, casi a la mitad de la actual población del planeta que está cifrada en alrededor de 7,897,660,000 individuos.
En los casos más dramáticos, negocios de todo de tipo que ofrecen sus servicios a través de Facebook o WhatsApp, sufrieron un día de números rojos. En los menos, los llamados influencers que reciben un sueldo o una comisión por decir la mayor de las veces cosas idiotas, sin sentido o intrascendentes, vieron afectado su ingreso mensual. En los que deberíamos llamar alternativamente absurdos o increíbles, las personas dejaron de comunicarse entre sí porque los gigantes tecnológicos los domesticaron a tal grado que olvidaron que sus dispositivos móviles, sus smartphones, también son susceptibles de ejercer una función hoy olvidada: llamar por teléfono a otra persona que implica ser protagonista de una conversación remota pero a viva voz.
La caída de Facebook, Instagram y WhatsApp no me afectó en lo más mínimo, si bien estoy consciente de lo que he descrito en el párrafo inmediato superior y de que a otras muchas personas les hizo vivir un lunes de mierda debido a su dependencia de las redes sociales.
Por el contrario, en algún sentido apuntaló algunas de mis ideas en torno a la tecnología, de la cual, anticipo, soy admirador no “abominador”, pero, precisamente por eso mismo, tengo la certeza de que el día que acontezca un fallo generalizado en los servidores y sistemas que rigen al mundo, la Tierra podría retroceder al menos dos siglos en su evolución.
Tras el colapso de las plataformas de Zuckerberg, su repercusión en las sociedades de todo el planeta y la difusión del hecho a través de los medios de comunicación, imaginé secretamente – primero– y luego de manera pública, que llegaría un momento bíblico en que los servicios de música por streaming (Spotify, en primer lugar, y luego Apple Music y Amazon Music y, por supuesto, YouTube), colapsarían por espacio de una semana tan sólo para ver la reacción de los Millennials, Centennials y aquellos otros de otras generaciones que adoptaron esas plataformas para escuchar música sin considerar la idea de hacer una copia de seguridad en caso de que, por alguna razón, algún día, los servidores de esas plataformas fallasen y escuchar música fuese algo imposible, al menos de la manera tradicional.
En medio de mi delirio –porque ciertamente es un delirio– supuse que habría cientos, miles, millones de personas que demandarían a las plataformas de audio por streaming por haberles privado de escuchar música una semana y eso, eventualmente, se traduciría en juicios, regulaciones y multas multimillonarias que a la postre conducirían a la quiebra de dichas empresas.
En medio de tan apocalíptico escenario, me pregunté: ¿cómo escucharán música los que hoy la escuchan en Spotify, Apple Music, Amazon Music, YouTube y demás, si esas plataformas desaparecieran? La respuesta es retórica, pero no voy a pavonearme esculpiéndola. Mucho menos escupiéndola.
Tengo una copia de seguridad compuesta por algunos miles de discos en formato CD y algunos cientos en vinil. Decenas de películas en formatos Blue Ray y DVD en caso de que alguna vez Rusia o China introduzcan un gusano destructor en los servidores de Netflix, Prime Video, Apple TV+, HBO Max y el mundo occidental –el cual lleva ya un tiempo considerable siendo domesticado por las grandes plataformas de video por streaming–, se replantee si quiere seguir siendo sedentario o da de nuevo el salto al nomadismo.
Y tengo también cientos de libros para invitar a leer a aquellos cuyas taras tecnológicas hoy solo les permiten leer, cuando mucho, 30 capítulos que en su conjunto hoy se llaman hilos y cuyas unidades no van mas allá de 280 caracteres cada uno.
Como sea, y de la manera que sea, tengo una copia de seguridad en caso de que mañana, como ocurrió ayer, la mitad del mundo se quede desamparada por su enfermiza dependencia de las redes sociales.
Ojalá mañana se caigan Spotify, Apple Music, Amazon Music, YouTube y demás. Ojalá.
Quiero ver a los proscritos, a los conversos y a los fanáticos suplicando.
Y, dado lo que pasó ayer, sé que no falta mucho para eso.