Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: AP

Un ex gobernador del estado mexicano de Monterrey, hoy caído en desgracia (su nombre es Rodrigo Medina), durante una comida que sostuve con él alguna vez, jactándose de su cercanía con Enrique Peña Nieto, dejó entrever que éste, tras ser elegido presidente de México, le habría dicho que más allá de las bondades de la amistad, en adelante la relación entre ambos tendría que ser formal y apegada a los protocolos de la política, el respeto y (esto no lo dijo) la disciplina tiránica y sempiterna del Partido Revolucionario Institucional. Es decir: “señor presidente” y “señor gobernador”.

Por ANDRÉS TAPIA

Recorro la línea de tiempo de mi página de Facebook. Es domingo y pasa del mediodía. Busco reacciones a la escandalosa derrota sufrida por la Selección Mexicana de Fútbol frente a su similar de Chile. Pero no hay mucho, en realidad nada. El acento de ese día está en una celebración que yo he olvidado hace tiempo. Es el tercer domingo de junio y en una gran mayoría de los países del Mundo se celebra el Día del Padre.

El mío se marchó de casa un día de 1981. Volvería a encontrarme con él 14 años más tarde, en la ciudad de Guadalajara, un poco antes de que mis amigos Iván Rivera y Rocío Díaz contrajeran matrimonio; eso ocurrió en el verano de 1995. Transcurrirían siete años más para volver a verlo. Y cuando lo vi estaba muerto.

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Cursaba los estudios universitarios en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García cuando, una noche, el entonces director de la misma, Manuel Pérez Miranda, contó a la clase una historia extraña a propósito de no puedo recordar porqué. Era algún momento de la década de 1960 –quizá finales– y los técnicos, operadores y personal especializado del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México notaron que algunos de los aviones que aterrizaban por la noche, exhibían en el fuselaje notorios orificios ocasionados por balas. “¿Qué demonios está ocurriendo?”, se preguntaron.

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La tarde de ayer, mientras me levantaba de la mesa en la que había comido con un grupo de amigos y cogía mi teléfono móvil, un hombre anciano, que comía a dos mesas de distancia de donde nos hallábamos, me cerró el paso y preguntó si podía hacerme una pregunta; dije que sí. En el brevísimo instante que transcurrió entre su solicitud y su pregunta, imaginé todo, menos lo que diría a continuación: “¿Cómo se llama el género literario que enuncia una cosa diferente a la que se piensa?”.

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No era niño ya, pero aún tenía algo de niño. Y no sé bien por qué, pero decidí que quería repartir periódicos por las mañanas.

Una día descubrí un anuncio en un periódico local: “Se solicita repartidor de periódicos”. Arranqué la página y con 16 años y todas las ilusiones que pueden tenerse a esa edad, me presenté en una pequeña oficina situada en Viveros de la Loma, un barrio de clase media situado en la periferia de la Ciudad de México.