Por ANDRÉS TAPIA
No era niño ya, pero aún tenía algo de niño. Y no sé bien por qué, pero decidí que quería repartir periódicos por las mañanas.
Una día descubrí un anuncio en un periódico local: “Se solicita repartidor de periódicos”. Arranqué la página y con 16 años y todas las ilusiones que pueden tenerse a esa edad, me presenté en una pequeña oficina situada en Viveros de la Loma, un barrio de clase media situado en la periferia de la Ciudad de México.
–Vengo por el empleo, leí el anuncio –y extendí la página mutilada a un hombre de mediana edad.
–Eres muy joven… ¿cuántos años tienes? –respondió.
–Dieciséis –repliqué, casi autoritario.
–No tienes la edad legal para el empleo, no puedo darte el trabajo.
–¿Cuál es la edad legal?
–Dieciocho… además, ¿tienes una moto?
–No, pero sí bicicleta.
–Dieciocho y una moto –dijo tajante. Luego se dio media vuelta y me ignoró.
Han pasado casi 30 años de aquel episodio y aún no puedo superar el dolor que padecí ante tal rechazo.
Un poco antes había trabajado en una imprenta. Un amigo intercedió ante Genaro, el dueño, para que me diese empleo. Genaro, “Pichi”, le decíamos, era un hombre mayor de sonrisa simple, maneras elegantes y un singular sentido del humor. En un local reducido, no mayor a 24 metros cuadrados, aprendí con él a entintar planchas, imprimir volantes, colocar tipos en la prensa y a identificar tipografías. Recuerdo una en particular, Park Avenue, estilizada y pretenciosa, tanto que hoy podría parecer casi vulgar.
Genaro tenía un mueble lleno de gavetas y dentro de ellas miles, millones de tipos de decenas de fuentes. Aún puedo recordarlo, sentado por horas en un pequeño banco, mientras seleccionaba una a una las letras –inversas, por supuesto– que al unirse bajo el influjo de sus manos daban origen en principio a una palabra, un poco después a una frase, más tarde a un párrafo completo y, al fin y como si fuese un milagro, a un texto completo.
Ganaba… ¿1000, 1200 pesos a la semana?… no puedo recordarlo. No era mucho en todo caso, pero servía para ir a la preparatoria e invitar a una chica al cine de vez en cuando.
Por aquel entonces mi familia y yo nos mudamos de barrio. Trabajar con Genaro implicaba un viaje de una hora de trayecto. Y volver a casa muy entrada la noche. Quizá por eso lo dejé, o no sé por qué, o tal vez no lo recuerdo. Y quizá por ello fue que decidí que mi nuevo empleo debía ser el de repartidor de periódicos.
Pero me faltaba una moto, y tener más edad de la que tenía. Y la madurez que no se puede tener a los 16 años para aceptar los fracasos.
Fui entonces lo que podía ser: un estudiante con los bolsillos vacíos que iba por las mañanas a la preparatoria, que vagaba por las tardes, que de cuando en cuando asistía a una fiesta, se emborrachaba y cometía bribonerías.
Una noche de aquel tiempo –justo a la mitad de la década de 1980–, dieron en la televisión una película que no había visto jamás: Todos los hombres del Presidente. Robert Redford y Dustin Hoffman personificaban a dos jóvenes reporteros del diario The Washington Post: Bob Woodward y Carl Bernstein.
Woodward, primero, y Bernstein, un poco después, fueron asignados a la investigación de un aparente caso de allanamiento de morada, o robo, en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en el complejo de oficinas conocido como Watergate, en Washington D.C. No era una cosa ni la otra: los individuos que irrumpieron en la sede demócrata lo hicieron con la intención de sustraer información vital e intervenir las comunicaciones.
Woodward, que tenía entonces 29 años, y Bernstein, uno menos, al avanzar en sus investigaciones presentaron a su editor, Ben Bradlee (Jason Robards en la cinta), evidencia de que detrás del allanamiento se escondía una conjura gubernamental que lenta y paulatinamente comenzó a apuntar a la Casa Blanca.
Bradlee se mostró escéptico y supuso que lo de Woodward y Bernstein eran meramente las ansias de dos reporteros novatos que querían vestirse de gloria. Los trató entonces como tales si bien les permitió continuar con sus pesquisas. Cuando en una ocasión encontró una inconsistencia en ellas, desde su oficina les gritó desaforado: “¡Woodstein!”.
La historia de Bob Woodward y Carl Bernstein no era ficticia. Ayudados por el subdirector de la CIA, Mark Felt, cuya identidad se desconoció por más de 30 años, destaparon el llamado Watergate y propiciaron la renuncia de Richard Nixon a la Presidencia de los Estados Unidos.
La noche de aquella película no pude dormir. Al día siguiente, en el desayuno, le dije a mi madre y a su esposo que quería ser reportero… que sería reportero.
Al poco tiempo conseguí un trabajo como mensajero en un banco. Y un año más tarde ingresé a la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Para mi mala fortuna, el primer trabajo como periodista que conseguí fue en una revista de espectáculos. Y luego en otra, y en otra y en otra.
Hace un par de días, cuando se anunció que Jeff Bezos, fundador y presidente de la compañía Amazon, adquirió el diario The Washington Post por la suma irrisoria de 250 millones de dólares, tuve el presentimiento de que Bob Woodward y Carl Bernstein habían muerto.
Lentamente, con la misma parsimonia y paciencia con la que Genaro, hace muchos años, formaba placas y placas que daban origen a volantes, panfletos, folletos y libros, caí en la cuenta de que en adelante el periodismo cambiaría, que los periódicos –como los conocemos– dejarían de ser tales, que las manchas de tinta que marcaron mis dedos mientras trabajé en aquella imprenta desaparecían, y que el fin de una época se hallaba tan próximo como el día de mañana.
Mientras se consume en un cenicero mi cigarrillo y los asientos de bourbon en un vaso old fashion se disuelven como a veces en la historia ocurre con la memoria, me digo que mañana despertaré a las cinco, tomaré un baño, cogeré mi bicicleta e iré por ahí, por las calles de mi barrio, a ejercer el empleo que quise tener y nunca tuve: repartir periódicos de casa en casa.
Periódicos que consignan una de las noticias más tristes que he tenido que dar en mi vida:
“Bob Woodward y Carl Bernstein han muerto”.