Las dos Marys

Por ANDRÉS TAPIA / Fotografía: J.P. SARTON

Mary es una mujer que hace 12 años le dijo a Mary que le regalaba a su hijo; el chico entonces tenía tres años.

Mary, la primera Mary, procedía del estado de Michoacán. Mary, la segunda Mary, del estado de Puebla; ambos sitios se localizan en México.

Mary y Mary eran amigas. O por lo menos dos conocidas que se encontraban cada mañana delante de la puerta de un colegio: ambas llevaban a sus hijos al mismo jardín de niños.

–Ella es Marisol –decía una.

–Él es Allan –replicaba la otra.

Hablaban… no sé de qué, no estoy seguro (¿de qué hablan las madres en las puertas de las colegios?); luego se despedían, quizá con besos de por medio, y se decían o prometían verse otra vez mañana.

Tenían el mismo trabajo, eran porteras de dos edificios de apartamentos, y se hacían de un poco de más plata limpiando los hogares de algunos vecinos.

Todo iba bien hasta que Mary, la primera Mary, le dijo a la segunda: “Te regalo a mi hijo Allan”.

Mary, la segunda, se desconcertó.

–¡No puedes regalarme a tu hijo! ¡Los hijos no se regalan!

Luego, aún con el desconcierto en el rostro y un visaje emparentado con el horror, escuchó una historia.

El padre de Mary, la primera, era un alcohólico y golpeaba a su madre. Al principio eran bofetadas, más tarde puñetazos, alguna vez patadas y luego todo el espectro de los golpes juntos. Todo acabó el día que el padre enterró una hoz en la mitad de la cabeza de la madre de Mary. Ese día ella empezó a volverse loca.

Mary, la segunda, contó a su esposo del ofrecimiento de Mary, la primera. Más allá de las implicaciones legales de tan absurda oferta, la pareja comenzó a considerarlo pues el chico acusaba señales de maltrato.

Pero no pasó nada.

Una tarde, sin embargo, Mary, la primera, le pidió a Mary, la segunda, un poco de comida: ella y Allan carecían de dinero y padecían hambre.

Mary, la segunda, los invitó a comer. Notó entonces que la relación entre Mary, la primera, y su hijo era una relación extraña: ella le gritaba, lo amenazaba, y a veces lo golpeaba.

Mary, la segunda, le dijo entonces a su esposo: “¿Y si nos quedamos con él?”

Él lo consideró entonces y dijo que sí. En ese momento Allan exhibía un comportamiento errático y delirante: lucía absorto, temeroso e inseguro. Una tarde que el chico permaneció en casa de Mary, la segunda, mientras Mary, la primera, limpiaba casas para conseguir dinero, cortó con unas tijeras los cables de las persianas de la casa.

Mary, la segunda, reconsideró entonces su absurda idea y le dijo a su esposo: “Estamos locos, cómo se nos metió eso en la cabeza”.

Mary, la primera, y Allan, desaparecieron entonces. Amigas y conocidas comunes aseguraban haberlos visto dormir bajo los puentes, en las entradas de las estaciones del subterráneo, deambulando debajo de tormentas, casi siempre famélicos y desesperados.

Una noche a la medianoche, Mary, la primera, llamó a la puerta de Mary, la segunda. Llovía como nunca. Los hizo pasar al edificio y los introdujo en un apartamento desocupado. Les dejó un bote de leche, dos piezas de pan, y un par de lágrimas que ya no alcanzaron a ver.

A la mañana siguiente les abrió la puerta y se marcharon. Nunca más les volvería a ver juntos.

A  partir de entonces Mary, la primera, volvería de cuando en cuando a casa de Mary, la segunda: a veces por las tardes, otras por las mañanas, y muchas, muchas por las madrugadas.

–Hola, amiga, soy Mary. Regálame comida, una manta, algo de ropa.

Mary, la segunda, despertaba asustada, descendía cinco pisos, le entregaba un suéter, un pan, una coca cola o a veces nada.

–¿Dónde está Allan? –preguntaba entonces la segunda Mary.

–No lo sé, por ahí –respondía la primera.

Y así, mientras hablaba, improvisaba monólogos, maldiciones y mantras. Se alejaba, se acercaba y recordaba en susurros aquella noche en que su padre encajó en la cabeza de su madre la punta de una hoz. Luego… luego se marchaba.

Los años pasaron y las visitas intempestivas de Mary, la primera, fueron espaciándose cada vez más.

Mary, la segunda, continuó mientras tanto cuidando su edificio, limpiando apartamentos, atendiendo a su esposo y a sus dos hijas.

La noche de ayer, Mary, la primera, se apareció fuera de la casa de Mary, la segunda. Absorta, perdida, loca, se recargó en un auto estacionado obscenamente en sentido contrario (¿por qué en México todo está torcido?). Lucía tan sospechosa y amenazante que a punto estuve de llamar a la policía.

No lo hice porque vi descender cinco pisos a Mary, la segunda, y entregarle una bolsa con comida y ropa.

–¿Qué fue de Allan? –pregunté a Mary, la segunda, mientras ella me entregaba mis camisas planchadas y mi ropa limpia.

–Una amiga de las dos lo vio hace unos meses en el barrio de Polanco: guapo, alto, sereno. Le contó que ya asistía a la Universidad, que ahora vivía con su papá y que no quería volver a ver a Mary.

Mary, la segunda, tiene dos hijas. La mayor se llama Laura y ahora mismo cursa la universidad. La menor, de nombre Marisol, acaba de ingresar a la preparatoria. David, el esposo y padre, es técnico en electrónica y tiene un negocio de reparación. Ah, y tienen un perro escandaloso y bobo que se llama Chip.

Pero no es todo.

Mary, la segunda, la mujer que me mostró hace 14 años el apartamento más adorable –y diminuto– que existe en el barrio de la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México, es hoy la asistente personal de la arquitecta más afamada y notable de México, así como la nana de su hija.

Mary, la otra, la primera, la mujer que quería regalar a su hijo, acaso porque imaginaba que un día se volvería loca, es una sombra triste que deambula por ahí y el reflejo exacto y deprimente de este país maldito y dividido.

Pero sin ella, sin su miserable y trágica existencia, Mary, Marylú Huerta –mi Mary–, no sería esa puerta que se abre a mitad de la noche cuando el mundo y la vida te han vuelto la espalda.