Por ANDRÉS TAPIA
Eres un migrante. Naciste en Honduras, El Salvador, Ecuador, Guatemala o México. Por alguna razón, y puede ser cualquier razón, no tienes dinero hoy. Tampoco lo tuviste ayer y, por inferencia, es más que probable que no lo tengas mañana. Y si lo tienes, es tan poco que da lo mismo tener eso que no tener nada.
Por eso, una mañana, se te ocurre que podrías viajar a los Estados Unidos y obtener un empleo. Es sólo que, como no tienes dinero, la única forma de realizar ese viaje es a pie o viajando de polizón en un tren que en México recibe el nombre apocalíptico de “La Bestia”.
De cualquier modo necesitas dinero y vendes tus pocas posesiones, las empeñas o pides plata prestada a alguien a quien, le aseguras, se la devolverás tan pronto llegues a los Estados Unidos y comiences a trabajar en un sembradío de algodones, naranjas u hortalizas.
Te marchas solo, o con alguien; eres un niño, una mujer o un hombre de mediana edad. Tienes esposa, o no. Tienes sueños, o no. Tienes hijos, o no. Tienes padres… o abuelos… quizá sólo un perro. O nada.
Cruzas la frontera o no: tal vez vivas o hayas nacido en México. En todo caso tendrás que abordar, en alguna estación del sur de ese país, ese animal mitológico otrora conocido como tren. Y cuando lo hagas experimentarás hambre, sed, frío, calor e incomodidad.
Montado en el techo de los vagones de ese tren, lo mismo te impacta la visión de la selva, del bosque tropical, el hedor de los pantanos y los pocos claros desérticos que contemplas. Con la ropa empapada por la transpiración, te descubres no obstante fascinado por la belleza de todo eso que contemplas. Y entonces pronuncias bajito, para ti solamente, o acaso para alguien más: “¡Qué hermoso es este país!”
(Yo te diría que tienes razón, pero también que eres un pobre idiota, un iluso, un soñador, alguien a quien quisiera darle un par de bofetadas para, un instante después, decirle que admiro su idealismo, determinación y valentía).
Pasan los días. El sur queda atrás. La vegetación disminuye y los primeros conatos de desierto aparecen. El norte, a cada momento, se vislumbra más cerca.
Piensas en tu familia y en tu nueva familia. Aquellos a los que dejaste atrás y todos esos que viajan contigo y que, de algún modo, se han convertido en tus padres, hermanos, esposa e hijos. Miras al horizonte y te das cuenta que el sol parece elevarse más cada vez. Los días son más largos. Las noches más cortas. El calor te reseca la garganta, los labios, la nariz. Pero tú estás feliz porque, cada vez que puedes dormir, en tu imaginación y sueños contemplas la estatua de la Libertad.
Una tarde, repentina y abruptamente, el tren se detiene. Alguien dice (puedes ser tú mismo): “De aquí en adelante tendremos que continuar a pie”. Y así, tú y ellos, ellos y tú, lo hacen.
Cuando lo piensas, y haces cálculos, te das cuenta que estás a cuatro o cinco días de los Estados Unidos. Y te abrazas con los otros, te felicitas a ti mismo, piensas nuevamente en tu familia, en tu perro o en tu nada. Como sea: sonríes.
Y mientras caminas (caminan), subes a un autobús (suben) o abordas (abordan) por asalto otro tren, un grupo de hombres armados te salen (les salen) al paso.
Eres (tú y todos) un perro callejero y famélico. Como tal te tratan (los tratan), y mientras te (los) patean, insultan, escupen, en vez de mirar al norte, comienzas a mirar atrás.
Cuando puedes razonar y darte cuenta, estás encerrado con tus compañeros de viaje en una especie de galpón maloliente y macabro. Poco a poco, mientras se disipa tu miedo, percibes los hedores de la orina, el vómito, la sangre y la piel quemada.
La noche ha caído cuando comienza la tortura. Te golpean con un bate, a ti y a todos los hombres, niños incluidos, y te piden la plata que no tienes. A las mujeres, niñas y adultas, las desnudan y las violan. Cuando acaba, sólo quieres dormir… pero ni tú ni nadie puede y sólo dormitas escuchando sollozos y maldiciones que tienen por sujeto a Dios.
A la mañana siguiente despiertas (despiertan todos) con una oferta: “Paguen o únanse a nosotros. De lo contrario se mueren”.
No puedes pagar ni quieres unirte a ellos. Ni tú ni nadie. Y aunque la dignidad es un valor individual, te asombra darte cuenta que tú y todos esos la comparten.
Tus captores, entonces, te amarran de las manos, a ti y a todos, y mientras lo hacen comienzas a contarlos. Cuando llega tu turno y sientes cómo una tira de plástico quema tus muñecas, crees, piensas, estás seguro, dudas, que son 74.
Eres el último, la última, y al tiempo que percibes la incapacidad de tu esfínter para contener tu orina, percibes un aquelarre de disparos. Es lo último… lo demás ocurre cuando ya estás muerto.
Con una suerte de incomodidad en la espalda te levantas, te desatas, y comienzas a caminar hacia el norte, hacia los Estados Unidos de América. Tus compañeros de muerte hacen lo mismo. Te cuentas, los cuentas, y descubres que erraste en el conteo: son 72 y dos sombras que, no lo entiendes (entienden), se escabullen hacia la vida.
Han pasado poco más de tres años de tu (su) muerte. No sabes cuánto lamento decirte que el gobierno, la policía, las instituciones de México, han determinado que las investigaciones en torno a la Masacre de San Fernando permanecerán reservadas durante 12 años. Es decir: es muy probable que hasta el término de ese lapso, nadie sepa qué fue lo ocurrió contigo y con los otros 71.
No culpes a mi país, a este país… te lo pido encarecidamente. Lo que pasó es tan vergonzoso, un crimen de lesa humanidad, que exhibirlo ante la opinión pública mundial no es algo sencillo. Pero, además de eso, debes saber que México es un país en el que la vergüenza no se conoce.
A quien sí puedes culpar, y yo te juro que voy a culpar, es a Gerardo Laveaga, María Elena Pérez-Jaén y Sigrid Artz, comisionados del Instituto Federal de Acceso a la Información de México, y al doctor en derecho, Miguel Ontiveros, por negarse, en tanto personas, a determinar o identificar si hubo o no violaciones graves a los derechos humanos cuando tú y los otros 71 fueron detenidos, secuestrados, torturados, violados y asesinados, por una panda de sujetos ignorantes, miserables, abortos de chacal y perra, conocidos como Los Zetas.
Ojalá en tu imaginación hayas llegado a los Estados Unidos. Ojalá no olvides lo que pensaste cuando iniciaste tu viaje mientras contemplabas la selva, el bosque tropical, los pantanos, los conatos de desierto. Ojalá, ¡maldita sea!, no estuvieses muerto.
Y ojalá yo tenga el valor, las agallas y el tiempo necesario para denunciar a tus asesinos, a sus cómplices, a los indiferentes, a los indecentes y a esta mierda de nación llamada México a la que tú, pocos días antes de morir, te atreviste a pensar como un país hermoso.