Río Rebelde

Por ANDRÉS TAPIA

Mientras escribo esto, el cantante español, Julio Iglesias, ofrece un concierto en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. Mi madre y mi tía Cristina están ahí. Ambas viven en la periferia de la ciudad, a unos 25 kilómetros del centro de la misma. Tuvieron que tomar un autobús y después el tren subterráneo para llegar. La fecha de hoy es 11 de septiembre de 2013 y yo, de algún modo, soy responsable de que estén ahí.

Mi madre y yo nunca hemos sido cercanos. Y si lo fuimos alguna vez, fue hace tanto que no lo recuerdo. Debió haber ocurrido, entonces, en lo más temprano de mi niñez.

El recuerdo más lejano que poseo se remonta a una mañana en la que, estando solo en el apartamento que rentaban mis padres, escalé de un modo temerario y audaz un mueble en el que yacía un viejo tocadiscos de color gris. No exagero cuando digo temerario y audaz. Tenía tres años años y no más de 80 centímetros de estatura. Trepar entonces a una superficie situada a 1.20 metros del piso debe ser considerado una hazaña.

Trepé ahí porque quería el tocadiscos. Y una vez que lo hice removí la tapa y también un protector de hule cuya función era la de atenuar la vibración del mecanismo giratorio. Pero no logré mi cometido: hacer que aquel aparato reprodujese algún sonido.

No recuerdo qué pasó después. Si mis padres me encontraron ahí o si descendí por mis propios medios. Mi recuerdo se circunscribe únicamente a subir a ese Everest infantil sin haber conseguido plantar mi bandera.

Vuelvo al presente.

Es el 11 de septiembre de 2013 y camino cinco kilómetros para llegar a mi oficina. No estoy solo pero sí. Junto a mí, o cerca de mí, camina una muchedumbre de miles de personas que de ese modo protestan por no estar de acuerdo con una ley recién emitida en mi país. Tales personas son profesores y llevan semanas acampando en la plaza pública más grande de México, a la vez que bloqueando calles y avenidas y paralizando, consecuentemente, el tránsito vehicular.

Ni sus demandas ni sus acciones me resultan ajenas: en mi juventud, y también en mi edad adulta, participé de marchas y protestas como ésta. Y no sólo eso: también las organicé. Es sólo que en ésta y en esto hallo motivos perversos. Y es que a estas personas, a estos profesores, no les parece suficiente trasladarse de un punto A a un punto B de la ciudad esgrimiendo sus demandas; no. Además de hacerlo, se han plantado en las vialidades que conducen al aeropuerto de la ciudad, han estrangulado barrios y zonas completas, y se han enfrentado agresivamente con las fuerzas policiales de la ciudad y del Estado sin que estas últimas, pusilánimes, excepto reaccionar de manera defensiva hayan hecho algo más.

Las páginas de Internet de los principales diarios del país –los de izquierda, los de centro, los de derecha–, hablan de policías heridos, no de manifestantes. Y los videos que se exhiben muestran a agentes del orden con heridas diversas, mientras una turba de inconformes se lanza contra ellos, con palos, tubos y piedras, con la intención de bloquear las principales calles y avenidas de la ciudad.

Lo que relato ahora no sólo lo contemplé en las imágenes obtenidas por los reporteros de los medios de comunicación de México; no. Hoy, 11 de septiembre de 2013, lo vi y lo viví. Y lo que vi y viví fueron dos partes patéticas de un mismo todo llamado México. Policías pusilánimes, sin entrenamiento ni habilidad, y protestantes –profesores terroristas y cobardes– que agredían con saña y maldad a los primeros y después se fingían las víctimas de aquellos.

“No sean putos”, gritaba una chica joven, no mayor de 25 años, poco después de que un “profesor” había golpeado, con algo más que maldad, a un granadero con un tubo de metal (“no sean putos” es una expresión folclórica que utilizan algunas personas en México para decirle a otros que son cobardes. La palabra “puto” también se emplea en México para insultar al portero de un equipo de fútbol, usualmente del equipo contrario del que se es hincha, cada vez que realiza un saque de meta. El porqué de ello hasta hoy se desconoce).

Camino a mi oficina. Observo rostros similares y disímiles. En unos hay odio, en otros cansancio, en algunos más tristeza y también un dejo de poesía. Y mientras lo hago en mi memoria, no sé si en mi imaginación, escucho una vieja canción que me devuelve al recuerdo más antiguo que poseo.

“Tiré tu pañuelo al río para mirarlo cómo se hundía, era el último recuerdo de tu cariño que yo tenía. Se fue yendo despacito, como tu amor, pero el río un día…”

No debería decir esto, pero no soy el mejor hijo de la historia. Veo a mi madre muy pocas veces; la llamo menos. Hace unos cuantos días, ella me llamó para pedirme que le consiguiera un par de boletos para el concierto de Julio Iglesias. Tuve la opción de conseguirlos gratuitamente, y al final los conseguí de ese modo, pero por alguna razón extraña decidí comprarlos.

A un kilómetro de mi oficina, los profesores protestantes orinan en el memorial a las víctimas de una guerra absurda concebida por los gobernantes de México y por los habitantes de México… Lo siento mucho, pero mi país es así: se caga en todo y en todos, pero es incapaz de hacerse responsable de sus actos y cagarse en sí mismo.

Estoy enojado, furioso, y sólo puedo pensar que es muy posible que mi madre no asista al concierto de Julio Iglesias. Y sí, pueden llamarme egoísta, por supuesto que lo soy, pero no más que esa panda de miserables cuyas demandas, justas o injustas, se han traducido en actos cercanos al principio del terrorismo, y tampoco más que esos gobernantes incapaces, maniqueos y maniqueístas, que cuando les conviene someten con el pie del tirano y cuando no, lo retiran y fingen demencia.

Vuelvo al pasado.

Trepo a un mueble en el que reconozco un artefacto que produce sonidos. Tengo tres años y ninguna conciencia. Mis padres me han dejado solo por alguna razón que no comprendo pero yo sólo quiero escuchar una canción…

A estas horas, cuando termino de escribir esto, casi la medianoche del 11 de septiembre de 2013, mi madre debe estar volviendo a casa tras haber asistido a un concierto. Si no me equivoco, Julio Iglesias, el cantante español, tuvo que haber interpretado “Río Rebelde”.

En mi imaginación, no sé si en mi memoria, veo a mi madre sonreír.