Por ANDRÉS TAPIA // Foto: JOE CAVARETTA – AP
El 26 de diciembre de 1946, Benjamin “Bugsie” Siegel organizó una fiesta fastuosa en el Hotel Flamingo de Las Vegas, Nevada. Se trataba en realidad de la inauguración del inmueble en el que Siegel, un capo de la mafia que buscaba redimirse, había puesto todas sus esperanzas. Pero nadie llegó… al menos no quienes él esperaba. Tan sólo se presentaron unos cuantos lugareños y algunas celebridades menores que conocían a Siegel e hicieron el viaje en auto desde Los Ángeles, California.
Conforme avanzaba la noche y sus invitados no aparecían, el de por sí irascible carácter de Siegel fue agriándose a cada minuto más; incluso, se cuenta que echó del lugar a una familia que apareció por ahí.
Se diría que todo estaba listo, pero no era así. El casino, el lounge, el teatro y el restaurante del lugar estaban terminados, pero no todas las habitaciones, por ejemplo, y el sistema de aire acondicionado colapsaba frecuentemente, sin mencionar el molesto ruido que producían los obreros que aún trabajaban a esa hora.
Bugsie Siegel tenía prisa en terminar aquel hotel y también en comenzar a ganar dinero… pero no sólo por el dinero mismo: sus asociados en la mafia no venían con buenos ojos aquel negocio en el que Siegel, por su inexperiencia e impericia, había invertido y despilfarrado más de la cuenta.
La idea concebida por Siegel (un resort en el que fuese posible jugar, tener acceso a los mejores espectáculos de la época, a la mejor comida y a los mejores vinos y licores) fue un fracaso. Dos semanas después de haber sido inaugurado, el hotel acumulaba pérdidas por cerca de 300,000 dólares; unos días más tarde cerró.
El Flamingo reabriría sus puertas el 1 de marzo de 1947, y a las pocas semanas comenzó a otorgar dividendos. Ya no serían para Siegel, por supuesto, cuya cabeza entonces ya tenía un precio: moriría asesinado en Beverly Hills la noche del 20 de junio de ese año.
No puede decirse de ningún modo que Bugsie Siegel haya sido el fundador de Las Vegas: la ciudad ya existía para entonces, también algunos hoteles y algunos comercios. No obstante, no pasaba de ser un pueblo a la mitad del desierto de Nevada, rodeado por colinas, en el que se había legalizado el juego con la intención de crear una actividad económica para beneficiar a los habitantes del lugar, so pena no sólo de caer en la bancarrota, sino también de morir de aburrimiento.
Es cuando menos curioso, sin embargo, que el concepto de negocio creado por Siegel no sólo haya sobrevivido, sino dado lugar a lo que representa hoy la ciudad de Las Vegas: un sitio en el que casi todo está permitido, en el que tan sólo hay que dar unos cuantos pasos para pasar al siguiente nivel de placer y en el que los estadounidenses, siempre tan puritanos y tan proclives a la corrección política, se permiten romper las reglas que ellos mismos han impuesto.
Se fuma en los casinos, en los bares; se bebe alcohol en las calles, en los pasillos; te ofrecen drogas discreta pero no clandestinamente; no se pueden dar más de 30 pasos sin que aparezca una prostituta ofreciendo sus servicios de manera muy elegante (“¿no te hace falta compañía?”) y la policía (a la que cuesta trabajo ver en las calles) o hace la vista gorda o simplemente ha cedido la vigilancia a los cuerpos de seguridad privados que discretamente operan en los casinos.
“Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas”, reza un refrán popular que no sólo pretende decir lo que llanamente dice, sino también que visitar esa ciudad es una ocasión inmejorable para ceder a la tentación de todos los placeres: los permitidos, los prohibidos y los inimaginables.
Y es cierto. Las Vegas es todo eso y mucho más. Pero también es un engaño, un espejismo en el desierto (nunca mejor dicho), una promesa que nunca se cumplirá.
Los gigantescos, faraónicos complejos hoteleros que prometen las bondades de algunas de las ciudades más populares del mundo, se ven eclipsados cuando, desde algún punto de la ciudad (y hay muchos), se contemplan también los enormes terrenos baldíos que alguna vez fueron hoteles o están aguardando su oportunidad para serlo.
“¿Dónde vive la gente que trabaja en Las Vegas?”, le pregunto a un taxista. Responde: “No se ve, pero está a 20 minutos de aquí”. Puede estar a más, incluso, siempre y cuando no se vea. Y es que ver y conocer los sitios en los que vive la gente de Las Vegas, implicaría humanizar a la ciudad y darle los mismos rasgos, si bien con diferente matiz, que tienen Los Ángeles, Chicago, San Francisco, Nueva York e incluso Houston.
Me gusta Las Vegas, quizá tanto o más que a cualquier persona que la haya visitado. Y me gusta por las mismas razones que a cualquiera, y también por algunas más, especialmente aquellas que tienen que ver con los perdedores: los que viven en ella y los que vienen a ella. No me refiero, por supuesto, a aquellos que apuestan su dinero en los casinos y lo pierden, sino a esos otros que ven en Las Vegas una salvación, una oportunidad de progresar, de vivir, de enamorarse incluso.
De esos está llena esta espectacular y vacía ciudad que inventó un mafioso llamado Bugsy Siegel mientras –una noche perdida de hace más de 50 años– contemplaba en su Martini el reflejo de su patética y genial miseria.