Por ANDRÉS TAPIA
Escribo a la luz agonizante de la última vela de mi árbol de Navidad.
Hace poco menos de tres horas, 29 bujías iluminaban la sala de mi casa. En este momento, sólo una permanece encendida.
No creo en Dios ni en los ángeles. No creo en Los Beatles o en Elvis. Tampoco en Barack Obama o en Angela Merkel. Mucho menos en Miguel Herrera, en Lionel Messi o en la Selección Nacional. En realidad no creo en nada, pero por alguna extraña razón suelo aferrarme a los clavos más ardientes. Incluso, lo confieso, a una vela encendida.
Tengo un amigo al que vi crecer. Es menor que yo, digamos… unos 22 años. Yo jugaba póker con sus padres y él solía despertar a la medianoche para solicitar mimos y jodernos la partida a todos. No me gustaba su actitud, pero lo entendía: tanto él como yo, fuimos los primogénitos de una familia. Y eso suele darte un poder en algún sentido inconmensurable.
Mi amigo lo sabía. Reclamaba a su madre y a su padre toda su atención. Y la mayor de las veces –fuese a partir de gritos, llantos o genialidades– la conseguía. En eso también nos parecíamos. Y en muchas cosas más. Rebeldes, pendencieros, presumidos, sensibles y provocadores, si el tiempo y la historia nos hubiesen sincronizado, habríamos aterrorizado al Mundo. Por fortuna, por el destino, por Dios o lo que sea, no ocurrió así.
Tengo tres postales imborrables de mi amigo. Y una más que no sé. En la primera, en una casa de campo a las afueras de la Ciudad de México, lo veo despertar y lo miro sentado en una cama. “¿Qué te pasa?”, le pregunto. “Nada”, responde amodorrado. Acto seguido, lo veo asirse al cuello de su madre y reclamarle con una rabieta su presencia.
En la segunda, en la misma casa de campo, mi amigo se halla en los brazos de su padre y llora: jugábamos fútbol y alguien le cometió una falta artera. “Fue un penal, hijo, un penal clarísimo”, le dice su papá. Mi amigo deja de llorar por un instante y, repentinamente y con mayor fuerza, vuelve a hacerlo. “¿Y ahora por qué lloras?”, pregunta su padre extrañado. Mi amigo entonces extiende su brazo derecho y señala hacia la calle: “¡Porque el perro se está escapando!”.
La tercera postal es mucho más reciente, fue impresa hace unos tres años en la casa de los abuelos de mi amigo. Para entonces él ya era un hombre guapo, fornido, alguien que ya no sabe qué es llorar si bien sigue reclamando al Mundo algo… no sé bien qué.
Mi amigo –se llama Óscar– me presenta esa noche a su novia, Alessandra, una chica que podría ser cualquier chica excepto porque tiene los modos del sol de medianoche en Islandia, el brillo del trigo recién cortado una mañana de invierno en Amsterdam, el regocijo de una canción de Los Beatles a la mitad del Quartier Latin en París, o la desfachatez de un mediodía en la cantina más bulliciosa de San Miguel de Allende. Jugamos póker, como antes, como cuando mi amigo era niño.
Y entonces, nuevamente, Óscar interrumpe la partida, con un reclamo insensato (en eso también nos parecemos), y todo se va a la mierda. Lo aparto, me lo llevo conmigo e intento razonar con él. Le digo: “¡Eres un maldito rebelde sin causa, igual que yo!… Pero tienes que aprender a encausar esa furia… ¡tenemos que aprender a encontrar la causa! Ahora pídele perdón a Alessandra, ella no tiene por qué padecer nuestra incomprensión del Mundo”.
Óscar, mi amigo, así lo hizo. Con la cabeza baja, los hombros lánguidos y la mirada triste, esa noche le pidió perdón a Alessandra. Y ella, por supuesto, lo perdonó. Imagino y concibo la relación de un hombre y una mujer como un baile: una melodía suena en algún sitio del Universo y dos personas destinadas a encontrarse atraviesan el infinito para ejecutar sus mejores pasos, dar volteretas cursis, perpetrar giros bizarros y, acaso al final, besarse.
Durante cerca de cuatro años, Alessandra y Óscar fueron Ginger Rogers y Fred Astaire. La última postal de mi amigo, la postal que no sé, es una tarjeta en blanco en la que está nevando, en la que llueve, en la que no hay colores ni matices, ni esclavos ni sátrapas, en la que es invierno o quizá el mayo de 2011, en la que tal vez un gol se ha anotado o muy probablemente se ha recibido.
El 7 de septiembre pasado, Óscar y Alessandra se separaron. Con 23 y 21, se diría que no es una gran tragedia, sino apenas la vida que pasa. “Le llamé hoy”, me dice mi amigo a través del chat de Facebook, “y le desee Feliz Navidad y le dije que la amo, que siempre la amaré… ¿Estuvo mal?”. Como no tengo respuesta, como no sé qué decirle, giro mi cabeza y miro la última vela encendida de mi árbol de Navidad, la última bujía que aún ilumina mi sala… y a eso me aferro. A un vals, a un swing, a un rock & roll, a una balada…
La balada de mi amigo y su chica, Óscar y Alessandra, tan simples y maravillosos que en sus pasos, durante cuatro años, creí ver bailar a Ginger Rogers y a Fred Astaire.
La última vela encendida en mi árbol de Navidad.