Por ANDRÉS TAPIA
Cuando eres niño un año dura diez años. Cuando eres joven, un año dura cinco años. Pero cuando eres adulto, un año sólo dura un año.
Por supuesto, en tanto se trata de una constante universal, el tiempo siempre es el mismo. Sin embargo, la percepción que de él se tiene en las distintas etapas de la vida de un ser humano, cambia dramáticamente de acuerdo al número de años que se hayan vivido.
¿Por qué para un niño el tiempo discurre más lento que para un anciano? Es difícil precisarlo, pero acaso es así porque la conciencia que falta cuando se tienen siete años, le hace suponer y asumir que vivirá toda la eternidad. El anciano, en cambio, está consciente de que los mejores tiempos de su vida han pasado; que esa molestia en la espalda no desaparece con los medicamentos que le ha recetado el médico sino que se agudiza paulatinamente, y que mañana, pasado, cuando sea (y cuando sea se acerca cada día vertiginosamente), morirá.
Entre ambos extremos de la vida, la niñez y la vejez, existen otras dos etapas: la juventud y la edad madura. Y en el tránsito entre una y otra, uno suele caer en la cuenta de que la vida un día va a terminar. El joven lo entrevé, pero se siente tan poderoso que se niega a reconocer esa verdad como cierta. Y si bien no puede ya negarla, posterga su reconocimiento para otro tiempo, uno posterior en el que también asumirá las obligaciones que le corresponden en tanto ser vivo y perteneciente al género humano.
Ese otro tiempo se conoce como edad madura y en él, el individuo en cuestión, hombre o mujer, está listo, cultural y antropológicamente, no sólo para asumir el papel que su entorno y la sociedad le exigen, sino también para cumplir con las exigencias propias de cualquier especie en la Tierra: reproducirse.
Por supuesto, la fisiología del ser humano le permite ser apto para perpetuar a su especie a una edad cercana a los 12 años; sin embargo, su capacidad mental y su poco desarrollo le inhabilitan para ejercer debidamente como padre y protector de sus crías o hijos. ¿Qué sentido tiene engendrar individuos a los que no se puede proteger y de los que no se tiene la seguridad que sobrevivirán para perpetuar la especie?
En ese sentido, la edad madura no sólo implica la plena disposición de un individuo del género humano para cumplir con la misión propia de su especie, sino también supone el momento en que se reconoce que la vida tiene un fin y que el tiempo no es una variable sujeta al deseo de nuestra edad, pensamientos y desarrollo, sino una verdad incontrovertible e inalterable.
No existen minutos de más de 60 segundos, semanas que duren menos de siete días, ni meses que se pueden acortar o alargar a capricho. Un año tiene 12 meses, 52.1 semanas, 365 días, 8,760 horas y/o 525.600 minutos. Sin embargo, ya se ha dicho, nuestra percepción y comprensión del tiempo se modifican en la medida en que la vida y el tiempo discurren.
Hace unos meses, en ocasión de un viaje a China, una amiga me preguntó la hora. “¿Qué hora” –le respondí–: “la de México o la de China?” Mi reloj de pulsera marcaba el horario de la zona centro de México; mi teléfono móvil, en cambio, se había adaptado al tiempo de la costa este de China. “¿Cómo puedes hacer eso?”, me increpó mi amiga, “yo no podría jamás tener dos horarios en mi vida, ¡me volvería loca!”.
Hace algunos años, al Subcomandante Marcos (líder de la guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación Nacional [EZLN] que se levantó en armas en el estado mexicano de Chiapas el 1 de enero de 1994), en una entrevista para la televisión, un periodista le preguntó: “¿Por qué usas dos relojes?”. El líder guerrillero, señalando el que portaba en su muñeca derecha, respondió: “Éste es el tiempo del país; y éste –y señaló entonces su muñeca izquierda– es el tiempo de la revolución. Nosotros vamos una hora adelante con respecto al tiempo del resto del país… aunque a veces siento que éste se adelanta cada vez más… Cuando el reloj del país alcance el tiempo del reloj de la revolución, entonces habrá llegado el tiempo de la paz”.
Al igual que en la compleja alegoría del Subcomandante Marcos, los seres humanos –sin percatarnos de ello– solemos llevar dos relojes y, consecuentemente, vivimos dos tiempos distintos. Uno es el tiempo real –un tiempo que coincide con el tiempo de los otros–, y el otro un tiempo ficticio –uno en el que tienen lugar nuestros deseos y que controlamos a voluntad.
Este último es producto de un reloj que se halla adelantado una hora en relación al primero (aunque es posible que a veces se adelante cada vez más), y suele ser el que miramos con mayor frecuencia. El otro, el primero, es el tiempo que nos hace coincidir con los otros y su ritmo lo marca un reloj común al que solemos desdeñar con los modos de un amante despechado.
Cuando se es niño y cuando se es joven, el tiempo que cuenta es el que marca el reloj de la muñeca derecha, es decir, el tiempo del país y del mundo. Cuando se llega a la edad madura, en cambio, uno empieza a mirar cada vez –y cada vez más– el reloj de la muñeca izquierda. Y entonces se cae en la cuenta de que ese reloj está adelantado.
Los años, entonces, dejan de ser décadas, lustros o trienios, y se convierten simplemente en años. Y de mirar siempre, por hábito y costumbre, el reloj de la mano izquierda, repentinamente uno comienza a mirar el reloj de la mano derecha y a concederle razón.
Hay una hora de diferencia entre la paz y el desasosiego. Una hora de diferencia entre tu niñez y tu senectud. Cuando el reloj de tu muñeca izquierda y tu muñeca derecha coincidan en la misma hora, entonces seguramente habrás hallado la paz.