Por ANDRÉS TAPIA
En el año 2010, un chico estadounidense llamado Kevin Systrom, de entonces 27 años, rentó una casa en Baja California, México. Había viajado junto con su novia para tomarse un descanso de la “realidad”. Un día, mientras caminaba por la playa con su chica, ella le preguntó cómo es que un amigo suyo había subido a una red social “fotos tan increíbles” con una aplicación que el propio Systrom había desarrollado unos meses antes. Él respondió llanamente: “Filtros”.
Las fotos increíbles a las que se refería la novia de Systrom eran en realidad fotos comunes, corrientes y sin gracia: un niño o un borracho que dominase su pulso tembloroso, podían tomarlas igual de bien o mal. Sin embargo, Systrom, amante de la fotografía y nostálgico incorregible, en años pasados había intentado desarrollar una aplicación que lo convirtiese en un rockstar, tal y como había ocurrido con su amigo Jack Dorsey, fundador de Twitter.
La tarde de ese día, Systrom se tiró en una hamaca, con una cerveza Modelo al lado suyo, y recordó los pormenores de un viaje que había realizado tiempo antes a Florencia, Italia, en el que con una cámara fotográfica antigua, consiguió captar una serie de imágenes que a su modo de ver tenían mucho de retro y de vintage.
Como un animal en cautiverio, Systrom había pasado meses dándole vueltas a la misma idea, sin darse cuenta que en la simplicidad de la misma se hallaba la respuesta. Fue así, de ese modo, como nació la aplicación y red social conocida como Instagram, la cual sería adquirida por Facebook poco tiempo después, en una suma de la que inicialmente se dijo fueron 1,000 millones de dólares, y más tarde reducida y ajustada a 715 millones.
Como es de todos conocido, Instagram permite a cualquier persona no sólo tomar fotografías, sino, en determinado momento, hacerle pasar como Henri Cartier-Bresson. Un filtro aquí, uno allá y una foto vulgar en color se convierte en una Polaroid digital en blanco y negro, virada al sepia o trastocada con un notable barrido de luz.
La idea de trastocar la realidad es tan antigua como la misma civilización. Ya Platón, con su «Alegoría de la caverna», la había conceptualizado, si bien en términos estrictamente filosóficos. Un grupo de hombres, prisioneros en una caverna y condenados a mirar una pared de la misma en la cual se reflejan las sombras que provienen de la parte exterior –las cuales son producto de una hoguera instalada detrás de ellos– contemplan una alteración de la realidad: las siluetas deformadas que observan –otros hombres que pasan por el exterior de la caverna portando cualquier cantidad de objetos–, suponen “el mundo sensible” (el que proviene de los sentidos); mientras que el inteligible (el que es producto de la razón), les es negado en tanto son incapaces de girar la cabeza y contemplar en su justa dimensión a los seres y objetos que producen las sombras que contemplan.
Instagram, la invención de Kevin Systrom y Mike Krieger, es el equivalente a las sombras que contemplaban los hombres prisioneros en la alegoría de Platón, con la salvedad de que nosotros, los prisioneros actuales de la caverna, tenemos la opción de mirar las sombras y a los seres y objetos que las producen. Sin embargo, por un defecto muy romántico y extraño de la especie humana, preferimos el mundo sensible por encima del inteligible.
La palabra nostalgia significa “dolor por el pasado”; dolor que, llegado el momento, puede, paradójicamente, tener algo de gozoso. Kevin Systrom halló en su obsesión por las imágenes del pasado un dolor gozoso que lo convirtió en un rockstar. Instagram es una máquina del tiempo que permite trastocar la realidad avejentándola, volviéndola fantasiosa, sofisticada, inverosímil… Y, llegado el momento –y el momento y la tentación suelen ser omnipresentes– cursi.
Tengo un amigo –que aún no es mi amigo– quien hoy, sin querer, apuntaló mi convicción de que la realidad, al menos aquella que percibimos a través de nuestros ojos, no debe ser trastocada con artilugios, supercherías y obsesiones nostálgicas. No pretendo anatematizar con esto la invención de Systrom y Krieger; nada más falso. Instagram es una maravillosa aplicación –hablando estrictamente en términos tecnológicos– que una buena parte de la humanidad ha convertido en un subterfugio de la realidad.
Esta mañana, a propósito de una contratación que haremos pronto en la editorial en la que trabajo, pregunté al amigo al que me refiero líneas arriba, fotógrafo por profesión y convicción, si contaba con fotografías de retrato realizadas con equipo de iluminación. Carlos, que así se llama, me respondió: “En cuanto a retrato editorial no tengo material, ya que mis imágenes son (sic) en un 90% en exteriores y con el equipo más básico de iluminación: el sol”.
Enfrentado a realizar fotografías con luz natural, un fotógrafo profesional siempre te dirá que el amanecer y el atardecer son los mejores momentos para llevar a cabo tal tarea. Cualesquier otro instante entre ambos extremos, representa un obstáculo casi insalvable. Digo casi porque para eso existen hoy Instagram y el programa Photoshop, los maquillistas más hábiles y populares del mundo cuando se trata de falsear la realidad.
Soy editor de una revista. He sido editor de otras revistas y en todas, siempre, hay que maquillar a la realidad aunque la realidad sea bella. No me agrada del todo, pero hay una justificación para ello: tenemos que presentar la mejor imagen de algo, de alguien.
Es sólo que cuando alguien, cualquiera (el peluquero, la ejecutiva de una gran firma de inversiones, la psiquiatra, el ingeniero informático creador de una aplicación o el obrero de una fábrica de textiles), hace uso de su Smartphone y de Instagram para trastocar su realidad, la realidad de otros, o simplemente la realidad, más que contarle al mundo una mentira, se la cuentan a ellos mismos.
Y así, sin querer, o bien queriéndolo a muerte, se imaginan y convierten –en su muy patética y deformada concepción del mundo– en Henri Cartier-Bresson.
¡Qué vamos a hacerle: esas son las trampas de la fe y la miseria!
Pero… qué triste.