La oferta y la demanda de la felicidad

Por ANDRÉS TAPIA

El modelo económico de la oferta y la demanda enuncia, en su primera ley, que cuando la última excede a la primera, el precio de un bien suele aumentar. Pero, si ocurre a la inversa, entonces el precio disminuye.

Hace unos pocos años, las pantallas de televisión, de Plasma o LCD, alcanzaban precios que superaban los deseos de las nuevas clases medias de todo el mundo, especialmente si se trataba de los modelos más grandes. Hoy en día, una pantalla de 60 pulgadas, con conexión a Internet, Ultra High Definition y algunas otras monadas –y que en otro tiempo alcanzaba un precio cercano a los 5,000 dólares–, hoy puede adquirirse por unos 1,200.

No significa esto que hoy exista mayor oferta y menor demanda, sino que, simplemente, se ha alcanzado lo que se denomina nivel, es decir, la demanda ha igualado a la oferta, y en tanto esta última hoy es gigantesca, los fabricantes de televisores tuvieron que satisfacerla y, consecuentemente, reducir sus precios para alcanzar a un mayor número de compradores que les proporcionen los mismos dividendos que antes les reportaban unos cuantos.

Hay bienes, empero, que no obedecen a las leyes del mercado ni a teoría económica alguna. El periódico en línea The Huffington Post, desde hace algún tiempo ofrece a sus lectores una sección –la cual se ubica en el último apartado del rubro “Noticias”– llamada “Good News”.

Excepto las moscas y yo, creo que no hay nadie más que la frecuente.

Un conductor del servicio público de transporte en Suecia que hace una parada no programada para consolar a una niña que llora; el cumpleaños número 105 de un británico que salvó a 669 niños de los campos de exterminación nazis; un gato que sobrevive a un tornado e, incluso, el video insulso de un bebé oriental que come una sandía con un deleite poco visto en tiempos tan cínicos, son tan sólo algunos de los ejemplos de las “buenas noticias” que exhibe The Huffington Post.

En un mundo en que la felicidad se ha vuelto un bien muy escaso, al grado que por momentos luce como un animal mitológico, las buenas noticias no venden periódicos.

Una amiga fotógrafa que se hallaba en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, ante la imposibilidad de contar con un laboratorio en donde procesar sus fotos, se dirigió a The New York Times y habló con el editor de fotografía. “Te ofrezco algunas fotos”, le dijo, “a cambio déjame revelar y enviar a mi periódico”. El editor le respondió: “¿Tienes imágenes de gente cayendo de las torres?”.

Por supuesto, la oferta es escasa… pero la demanda es mucho peor.

Un terremoto, un tsunami y un desastre nuclear en Japón, representan mucho más dinero que la improbable historia de un chico que perdió un balón de fútbol en tales eventos, y que un año más tarde sería recuperado por un operador de radar en las costas de una isla en Alaska. Que el hombre y su esposa hayan viajado tiempo después a Japón a entregarle al chico el balón que cruzó el Océano Pacífico, tampoco implicó un gran despliegue mediático sino apenas una nota simple –y feliz– en algunos periódicos.

¿Se puede culpar a los periódicos, a los medios de comunicación? Por supuesto que no: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, respondería en una canción Joan Manuel Serrat. Pero si la verdad no tiene remedio es debido a que el mundo parece ser un enfermo con cáncer terminal.

Leo en Internet el portal del diario Reforma de la Ciudad de México; apenas pasa de la medianoche. Una nota señala que un policía se halla en estado de coma luego de un enfrentamiento con los habitantes de un pueblo; una más refiere que dos personas fueron asesinadas a disparos en un barrio del sur de la ciudad; otra narra que soldados de la Marina abatieron a cuatro delincuentes en un estado del norte del país; como si no fuera suficiente, y por más positivo que parezca, se cuenta la historia de la detención de 71 personas involucradas en una red de pornografía infantil en la ciudad de Nueva York.

¿Alguna noticia feliz?

Ingreso a la sección Good News de The Huffington Post, como suelo hacerlo de vez en cuando, o cada semana, o cada día. Pero no hallo una noticia verdaderamente feliz. Entonces hago lo que siempre, lo de cada semana, lo de cada año, lo que me cuesta confesar…

Yo vuelvo a Britain’s Got Talent cada semana, cada año, desde 2007. Quiero decir, antes o después de escribir, suelo ver un video, o dos, quizá más. Y, repentinamente, no sé por qué, me da por ser feliz.

El hombre o la mujer más humilde del Reino Unido se postra delante de un grupo de jueces y de un pueblo gentil u hostil. Y cantan, o bailan, y ejecutan una rutina risible, memorable, ridícula, inolvidable… O, precisamente por todas esas cosas, feliz.

Al principio eran exclusivamente británicos e irlandeses del norte. Pero hoy, ahora, acuden personas que provienen de todo el mundo, que acaso inspirados por aquella leyenda que entronizó a un chico que logró extraer una espada de una piedra, quieren convertirse en reyes. O, por lo menos, en seres felices.

Yo no vendo historias felices. Al menos no tengo tantas. Pero de cuando en cuando me gusta ofrecerlas. Tengo meses soñando, antes de dormir, de soñar, con un hombre cuyos pies son demolidos a palos, cuya oreja izquierda es mutilada, a quien le son aplicados shocks eléctricos en el pecho y en el rostro, y que al final es decapitado vivo. No lo soñé, no lo imaginé, lo que cuento puede verse en Internet y sucedió en este país en el que vivo, en el que ayer mismo la policía de un estado del sur del país encontró 19 cadáveres en una fosa común. Este puto país de mierda llamado México.

La oferta ofrece violencia, mucha violencia, y la demanda, aunque no la quiera, la consume.

La tercera ley del modelo económico de la oferta y la demanda, enuncia: “El precio tiende al nivel en el cual la demanda iguala la oferta”.

Por eso, cada semana, cada año, desde 2007, vuelvo a Britain’s Got Talent. Y, repentina y absurdamente, no sé por qué, me da por ser feliz.