La gente que desaparece en México

Por ANDRÉS TAPIA

Te contaré la historia, pero debo advertirte que no será sencillo digerirla.

Es una historia de todos los días, aunque no de todos los tiempos. Ocurre desde hace algunos años aunque cada vez con mayor frecuencia.

En un lugar del espacio-tiempo llamado México, la gente desaparece y no se vuelve a saber jamás de ella. Salen de casa rumbo al trabajo –sea cual sea su trabajo: poeta, bombero, vendedor de pan, periodista…–, al parque, a un bar. Y con los modos fascinantes de la magia se esfuman.

¿A dónde se van? Nadie lo sabe. Simplemente un día no vuelven a casa durante la noche, por la tarde, o acaso la mañana si su faena era nocturna. El café caliente permanece humeando, la televisión no se enciende ni nadie se acomoda en un sillón, y una silla vacía recuerda a sus familiares y amigos que ahí falta alguien.

Te parecerá idiota, pero a mí me gusta pensar que fueron abducidos por una raza de seres extraterrestres procedentes de algún sitio lejano del Universo. Que se los llevaron sin su consentimiento, pero que a pesar de ello no les harían daño, que luego de un tiempo de observarlos y convivir con ellos, un día los traerían de regreso a la Tierra y aparecerían en una calle de Reykjavík, en un pueblo diminuto y perdido de Nebraska, o debajo de un árbol de Green Park, en Londres.

Disculpa mis desvaríos. Son el producto de una mente inquieta y susceptible a las teorías de la conspiración; una mente que lo mismo ha consumido poesía que ciencia ficción, literatura, cómics, series de televisión, dramas, comedias. Una mente que a veces quisiera desaparecer, o en su defecto hacer que la realidad desaparezca. Pero lo único que sigue desapareciendo es gente. Todos los días.

Ese lugar del que te hablo, México, es un sitio en donde operan costumbres y leyes distintas. Se parece mucho a cualquier otro país del mundo, pero llegado el momento es tan distinto como si fuese parte de otro planeta.

Dentro del gobierno, dentro de la policía, dentro incluso de las propias familias, existen personas que ambicionan no sólo las comodidades que ofrece el dinero, sino el poder en sí. Son personas comunes, vulgares, en las que no repararías si formasen parte de una multitud e incluso tuviesen el cabello teñido de amarillo, rojo o azul. Pero por ello mismo son muy peligrosas: porque son nadie y porque si un día desaparecieran nadie preguntaría por ellas.

Nadie quiere ser nadie. Y mucho menos los que son nadie. Por eso secuestran a las personas, para demostrarse a sí mismos que son algo, que tienen poder, y que pueden hacer lo que quieran.

Hubo un tiempo en que las personas desaparecían durante algún tiempo. Eran secuestradas para obtener dinero de sus familiares. “Tengo a tu hijo, a tu mujer, a tu padre… dame tanto dinero y te lo devuelvo”. Y si el dinero se entregaba, y casi siempre se entregaba, la persona secuestrada volvía a casa.

Pero llego un momento en que el mundo se volvió loco. Y si la locura se volvió global, imagina entonces lo que ocurrió en ese sitio llamado México. Los secuestrados eran mutilados para presionar a sus familias y pagar el rescate. Después empezaron a ser torturados, violados y asesinados. Y luego, simplemente, empezaron a desaparecer sin importar si se había pagado el rescate o no.

Una carrera absurda por la posesión y pertenencia de símbolos y a grupos de poder, se decantó sobre el mundo. No se trataba sólo de tener dinero, sino de hacer alarde de él. Con la desaparición del socialismo también desapareció la mesura (y no estoy alabando en modo alguno a un sistema totalitario), y fue poco después que la industria de los objetos de lujo inauguró un nuevo escalafón dentro de la escala social: un segmento llamado Premium que distinguía a unos cuantos de todos aquellos que por años habían trabajado duro para dejar de ser nadie.

Hubo un tiempo en que poseer una bolsa de Louis Vuitton era un sutil acto de discreción. Hoy en día es una descarada declaración de pertenencia –y bastante vulgar, si me lo preguntas– a un club al que se presupone no cualquiera puede ingresar.

¿Qué puede provocar en un obrero brasileño la contemplación de un reloj Hublot en la muñeca de su patrón cuando él apenas tiene para vivir al día? ¿Qué puede provocar en un “don nadie” mexicano la misma visión, si además es consciente de que la aplicación de la ley en México es selectiva, defectuosa, está sujeta a una corrupción endémica y, por ende, delinquir sin ser castigado es prácticamente una costumbre?

La gente que desaparece en México no se va a otro planeta. La gente que desaparece en México no se escapa con sus amantes para vivir un romance épico. La gente que desaparece en México no rompe, como los anacoretas, con los postulados de la sociedad y asciende a las montañas para vivir una vida dedicada a la contemplación. La gente que desaparece en México es secuestrada para obtener dinero, para ser asesinada y darle una lección –sea a la misma persona, a su familia amigos, o a la sociedad en general–, o simplemente por accidente y por diversión.

La gente que desaparece en México es sepultada en fosas comunes, desecha en ácido o mutilada en pedazos. Muchos de ellos son criminales que quisieron dejar de ser nadie. Muchos de ellos son inocentes que al desaparecer se convirtieron en un número, en una cifra, en alguien cuya vida, por breve, larga o accidentada que haya sido, sus familiares y amigos no olvidarán.

Hace unos días, una mujer llamada Sandra Luz Hernández, cuyo hijo desapareció el 12 de febrero del año 2012, fue asesinada de 15 disparos en una calle de la ciudad de Culiacán, en el estado de Sinaloa. Días antes había recibido una llamada anónima de “alguien” que aseguró tener información sobre el paradero de su hijo. Cuando se presentó en el sitio acordado, ese alguien, un “don nadie”, la asesinó. Lo hizo, seguramente, porque Sandra Luz Hernández había pasado dos años buscando a su hijo no sólo con la desesperación intrínseca a una madre, sino con la determinación de un policía honesto, una figura que en México suena más a mito y a superchería, que a una práctica común en una sociedad civilizada.

El día 10 de mayo de 2014, día de la madre en México, unos cuantos cientos de mujeres realizaron una marcha de protesta en la Ciudad de México. Portaban pancartas con fotografías de sus hijos. En ellas pedían al gobierno y a la sociedad ayuda para encontrarlos. Vienen haciendo eso desde hace dos años. Y cada vez son más.

Vestidas de blanco, con los rostros enjutos, exhibiendo fotografías y nombres de gente que seguramente ya no existe, esas mujeres son el salpullido de una epidemia absurda que desde hace algunos años surgió en las calles de ese lugar del que te cuento, ese sitio llamado México.

No quería contarte esto, pero mejor que lo sepas. Porque yo hoy aún estoy, y tú hoy todavía estás. Pero… ¿estaremos mañana?