Por ANDRÉS TAPIA
A la vuelta de la esquina, debajo de una marquesina que no ostenta luces de neón, duerme Rufino.
En este momento –la medianoche de una noche de principios de octubre– la temperatura en la Ciudad de México es de 16 grados centígrados. El servicio meteorológico augura que, dentro de las próximas ocho horas, descenderá a 13 grados.
Hecho un ovillo, sobre una alfombra verde empapada por la lluvia, Rufino, un vagabundo que tiene la estatura de un duende, lo soportará replegándose sobre sí mismo al punto de parecer un neonato que, sin embargo y a pesar de su tamaño, parece anhelar volver al vientre de su madre.
Rufino anda por aquí y por allí. Con algo cercano al pudor sostiene sus pantalones con el brazo y la mano derechas mientras camina. El izquierdo y la izquierda le sirven para guardar el equilibrio o desvanecer a los fantasmas que lo atormentan. Pero no siempre tiene éxito: hace unas noches su trasero se congelaba, desnudo e impúdico, a la vista de los traunsentes nocturnos que en medio de una lluvia pertinaz volvían a casa.
Nunca lo he visto comer. Tampoco beber agua. Pero Rufino debe comer algo y beber algo para existir todavía. Como no parece adelgazar ni tampoco está en los huesos, estoy cierto de que Rufino come y bebe algo. Aunque lo que coma y beba sean mierda y orines.
Rufino no es feliz. Pero tampoco parece un ser triste. No suplica con la mirada ni extiende las manos para pedir limosna: tiene ocupada la primera en mirar el futuro y las segundas en sostener su pantalón. Quizá por ello sólo camina y camina hasta que el cansancio lo hace desfallecer –siempre alrededor de las 22:00 horas–, bajo la marquesina de un restaurante que no tiene gracia y ni siquiera buena comida.
Supongo que Rufino alguna vez tuvo una casa. Lo sé porque se descalza los zapatos, los arroja cerca, por más que la lluvia y el frío hieran sus dedos y los coloreen de morado y azul.
Y así, sin zapatos, Rufino duerme.
Una noche quise despertarlo.“Rufino, ¡despierta!”, –le dije. Quería entregarle una vieja sleeping bag que sólo usé una vez. Lo llamé por su nombre tres veces –las mismas que sabemos Pedro el Apóstol negó a Cristo–; Rufino se sacudió. Mas no fue mi voz pronunciando su nombre la causa de sus estremecimientos: Rufino soñaba.
En el ángulo recto que formaban los muslos de sus piernas y su tórax, deposité el saco de dormir rozándolo suavemente. Pero Rufino no despertó.
Llegado a este punto debo decir que Rufino existe. Qué es un indigente que duerme, todos los días, a la vuelta de la esquina, a unos 20 metros de mi casa. Que no es un personaje de ficción, aunque mis palabras parezcan describirlo como el habitante de un cuento. Y que no me meto en su mente porque, básicamente, Rufino no habla; no porque no pueda o sea mudo, sino porque no tiene nada qué decir.
Por eso Rufino no se indigna ante esos vendedores ambulantes cuya necesidad de sobrevivir los hace gritar, a través de un mégafono, que venden o compran la basura de los habitantes de la Ciudad de México.
Lo de Rufino, pues, es simple. Viene y va, escucha los ecos, los gritos, el rumor de los autos, la estupidez de quienes habitamos esta ciudad y tardamos minutos, a veces horas, en conciliar el sueño, mientras que él, apenas tenderse sobre el suelo, cae tan rendido como si hubiese muerto. Y es así porque Rufino sólo busca volver por la noche a lo que considera su casa: una marquesina que apenas lo cubre de la lluvia. Y debajo y a merced de ella, a pesar de todo, dormita y sueña.
¿Qué sueña alguien cuya concepción del futuro tan sólo abarca, cuando mucho, el día de mañana? ¿Por qué se estremece alguien que todo lo ignora, que no lee periodicos –o no sabe leer–que dicen que en algún lugar de México el ejército mató a 22 personas, o que en otro sitio 43 estudiantes desaparecieron y que segura, probable, definitivamente están muertos, asesinados con una saña indecible por un grupo de miserables que ni siquiera saben o pueden escribir su nombre?
No lo sé. Nunca me he atrevido a preguntarle. Cuando me cruzo con él y estoy a punto de decir algo, Rufino esboza la mitad de una sonrisa, baja la cabeza y camina aun más rápido, como si fuera una presa que se ha topado con un depredador y su instinto le dicta seguir de largo.
Pero más que una presa, Rufino es un perro apaleado que alguna vez perteneció a algo, a alguien, que escapó o fue abandonado en algún sitio, que acaso quiso volver a casa hasta que se convenció que no podía hacerlo, que no sabía cómo, que había olvidado el camino.
He querido seguirlo, averiguar más de él. Pero cuando yo vuelvo a casa Rufino ya está dormido. Y por las mañanas –alguna vez incluso lo busqué a las 6:00 horas– nunca lo he podido encontrar.
No me preocupa la vida de Rufino, en realidad me asombra: vivir al borde del abismo y caminar por él sin que las ráfagas de viento lo hagan trastabillar o tropezar, asistiendo todos los días a la oficina del futuro para cobrar un cheque miserable por un día más, comer o no comer, resistir la indiferencia, ignorar y darse cuenta, caminar y caminar hasta que, entrada la noche, su andar errático lo devuelve al número 257 de la calle Río Lerma.
Ahí, bajo una marquesina y sobre una alfombra sucia y raída, Rufino se tiende, se encoge, adopta la posición de un feto y vuelve al vientre materno. Nacerá dentro de unas horas, antes de que aparezca el sol, pero mientras eso ocurre soñará, no sé qué ni para qué, pero soñará.
Y quizá un día, en sus sueños, encuentre al fin el camino a casa.