Una tumba pintada de rosa

Por ANDRÉS TAPIA

En dos ocasiones, el contador de visitas de este blog ha registrado un movimiento inusual. Digo inusual y me refiero a que a dos de mis columnas se han viralizado de manera notable en fechas distintas a las que fueron publicadas.

La primera vez ocurrió en noviembre de 2013. El texto publicado el 12 de diciembre del año anterior, “La victoria de María” (https://asuntospendientesantesdemorir.com/2012/12/18/la-victoria-de-maria/), y el cual fue el primero que publiqué en este blog, registró un tráfico elevado de visitantes. No era del todo casual: el 15 de noviembre se cumplía un año del hallazago del cadáver de María Santos Gorrostieta Salázar, una mujer que había sido alcaldesa de un pueblo llamado Tiquicheo, en el estado mexicano de Michoacán.

Gorrostieta, una mujer tan valiente como hermosa, había sobrevivido a dos atentados perpetrados en su contra por parte del crimen organizado. La tercera ocasión, la suerte la abandonó.

La segunda vez tuvo lugar apenas dos semanas atrás, un día en que no publiqué, como hago cada semana desde el 12 de diciembre de 2012, mi columna. El post titulado “Una bicicleta tendida en la acera” (https://asuntospendientesantesdemorir.com/2013/10/02/una-bicicleta-tendida-en-la-acera/), publicado el 2 de octubre de 2013, también se viralizó de súbito.

Esta vez hallar la razón no fue tan sencillo. En dicho texto, contaba yo el origen de la llamada Alerta Amber: el secuestro, la violación y asesinato de Amber Hagerman, una niña de 9 años que desapareció el 13 de enero de 1995 en Arlington, Texas.

Pero no era Amber Hagerman la causante directa del repentino revival de ese texto: en un párrafo mencionaba que Diana Castañeda Fuentes, una chica que vivía en el Estado de México, había desaparecido el 7 de septiembre de 2013. A partir de su desaparición y de los oficios de su madre, Margy Fuentes Núñez, la Alerta Amber se había activado.

Casi un año más tarde, Margy Fuentes daba cuenta en su página de Facebook que Diana había sido localizada… pero estaba muerta. Esa fue la razón por la que “Una bicicleta tendida en la acera” registró un inusitado número de lectores.

Envié un mensaje a Margy Fuentes. En él le dije que lamentaba profundamente lo sucedido, le señalé que había escrito un año atrás del caso de Diana y le ofrecí mi ayuda. Ella respondió con una imagen (una niña que sonreía mientras sostenía un enorme corazón) y las siguientes palabras: “Tuve la oportunidad de leerlo… infinitas gracias”.

Más que consternada por el hallazgo del cádaver de su hija, Margy Fuentes parecía agradecida. Y lo estaba, lo está, supongo, porque en un país donde las personas desaparecen y nunca más se sabe de ellas, tener un cuerpo que sepultar implica la muerte de la incertidumbre y la esperanza.

En la película The Crossing Guard (Sean Penn, 1995), Freddie Gale (Jack Nicholson) aguarda durante seis años a que John Booth (David Morse), el conductor ebrio que atropelló y mató accidentalmente a su hija, salga de la cárcel para matarlo. Booth está consciente de lo que hizo, y absolutamente arrepentido hace por vivir y trata de convencer a Gale de que le permita vivir. Hacia el final de la cinta, Gale lo persigue por toda la ciudad y Booth, premeditadamente, lo conduce durante la persecución al cementerio donde está enterrada Emily. Gale jamás ha ido allí.

Exhausto, Booth se tiende sobre la lápida y susurra: “Ahí viene tu papá… necesita que lo ayudes”. Cuando Gale contempla la placa, sólo alcanza a musitar: “Es rosa… la lápida de Emily es rosa”.

La muerte es parte de la vida y no puede evitarse porque entonces la vida no tendría sentido. Infortunada, terriblemente, en México la muerte ha dejado de ser un acto natural para convertirse en uno premeditado.

No moriré porque algún día tenga que morir, moriré, acaso, porque alguien quiere que yo no siga vivo. Y si tengo suerte habrá de mi un cádaver, algo inanimado en lo que alguna vez habitó la vida, que recibirá un día de buena gana flores cuando ya no pueda percibir su aroma.

En tierra de desaparecidos, un cádaver es el rey. Pero yo no consigo hacerme a la idea de aceptar la muerte como un acto premeditado si de mí existe mañana un cadáver y una tumba.

Una vez, en un pueblo de Alemania, contemplé como subían a una anciana moribunda a una ambulancia. Una amiga alemana, que también contempló la escena, exhibió en su rostro el horror de quien por primera vez contempla a la muerte. Y la muerte de aquella anciana, si es que ocurrió, era tan sólo el acto culminante de quien ha vivido y cuya vida se ha extinguido al fin.

La muerte de Diana Castañeda Fuentes, de María Santos Gorrostieta Salazar, de todos aquellos que mueren todos los días violentamente en México, es un contrasentido, una idea absurda que no obstante de tanto repetirse comienza a ser aceptada.

Pero yo no puedo aceptarla. Ni nadie debería.

Comprendo, empero, a Margy Fuentes cuando, de algún modo y al igual que Freddie Gale, descubre que la lápida de Diana es rosa, y que sobre ella están grabados su nombre y la fecha de su nacimiento y muerte.

No me gusta escribir de los muertos, mucho menos si son mujeres. Pero tengo que hacerlo para que no los olviden. Para recordarme y hacerle recordar a quien quiera escucharme que México es una cicatriz horrenda en la geografía de la Tierra, y que cada día que pasa, como un cadáver tendido al sol, se descompone aún más.

María Santos dejó tras de sí tres hijos. Diana Castañeda, a una madre desconsolada pero valiente que hoy se dedica a buscar a otros desaparecidos.

Ninguna de las dos debería estar muerta.

Y no debería consolarnos saber que sus tumbas están pintadas de rosa.