La historia improbable de Fernanda y José

Por ANDRÉS TAPIA

Fernanda sólo se llama Fernanda porque me sonrió mientras yo pasé a su lado y su sonrisa –un alfiler feliz en mi memoria– hizo resonar ese nombre en mi mente. José, en cambio, su marido, el hombre que conduce el Auburn 852 descapotable (1936) y lleva puesta una gorra de beisbolista, se llama así porque no tengo una razón certera y precisa para llamarlo de otro modo.

Es una tarde del casi invierno de 2016, pero aún no hace frío suficiente para declararlo invierno. Es la Ciudad de México –hoy oficialmente la Ciudad de México– y no el topónimo grotesco, abreviado e insustancial que solía denominarse D.F. (Distrito Federal). Si lo entiendo bien, Fernanda y José formaban parte de una caravana de autos clásicos que circuló con los modos de un desfile la tarde del domingo 20 de diciembre de 2015 por el Paseo de la Reforma. Pero ahora se han disgregado y seguramente vuelven a casa.

O al menos quiero creer que vuelven a casa.

Pedaleo en mi bicicleta rumbo a una tienda departamental cuando descubro el Auburn. Pero no es el Auburn, ciertamente, lo que llama mi atención. Son Fernanda y José.

Mientras me pongo en pie en la bicicleta para tomar impulso y alcanzarlos, me digo que podrían ser mis padres, incluso mis abuelos, que acaso podrían estar buscándome porque a pesar de poseer un rumbo y destino, hace tiempo me siento extraviado.

José acelera y yo hago lo mismo.

Él es un tipo de la vieja escuela, old fashion, cuadrado. Uno de esos hombres que jamás miran las aristas ni los grises de la vida y sus circunstancias. Por ello mismo, en silencio, se recrimina haber sacado el Auburn en una tarde como ésta, en una ciudad como ésta. Aunque la tarde y la ciudad hoy, improbablemente, sean perfectas.

Ella, Fernanda, se amolda a todo, percibe todo, recibe todo. Las hojas que caen de los árboles y ensucian el asfalto; la basura que los vendedores callejeros derraman a cada minuto incapaces de controlar el esfínter de su existencia; los exabruptos de los jóvenes, de los ancianos que como ellos se detienen en cada momento y en cada idea y en cada manifestación tan sólo para no decir ni hacer nada. Pero para Fernanda cada perro callejero tiene una razón de existir. Y por ello les asigna una razón para vivir. Por eso sonríe: porque la vida, a pesar de todo, tiene sentido.

José se detiene. Mira el espejo retrovisor para cerciorarse si no los persiguen los ladrones, los asesinos, los narcotraficantes. El Auburn no es su vida pero sí parte de su vida: son 79 años, casi 80, los mismos que cumplirá en junio de 2016. Mientras odia al mundo y a la Ciudad de México, gira la cabeza para mirar a Fernanda. Y la mueca inmutable de su rostro casi deviene en sonrisa.

–José, –dice Fernanda. ¿Has visto al ciclista que viene detrás nuestro?

–¿Qué con él?, –replica.

–Él podría haber sido el hijo que no tuvimos.

La tarde acelera. La Ciudad de México se desdibuja. El tiempo de todos los tiempos es un concepto inacabado y febril. José vuelve a su mueca, a sus muecas. Fernanda sigue sonriendo. Detrás de sus gafas oscuras e impenetrables la vida se abre paso a trompicones. Bajo la visera de la gorra de José, la vida sigue siendo la misma mierda eterna.

–José…

–¿Qué quieres mujer?

–Te quiero.

Me pongo en pie nuevamente sobre la bicicleta. José desacelera el Auburn y hace por mirar a Fernanda. El invierno del año 2016 se detiene en las faldas de las colinas del Ajusco, casi como si pidiese permiso para llegar. Casi.

(En la Ciudad de México hoy debería estar nevando. Y no nieva).

José mira de reojo al ciclista que acaba de adelantarlo. Es la calle de Salamanca, situada en un barrio llamado Juárez en la Ciudad de México. Pero el año es incierto: él sólo puede recordar que es un momento antes de 1950. Hijo de judíos inmigrantes, José se mira en el retrovisor conduciendo una bicicleta cuya parte trasera contiene una canasta que está repleta de pan hecho por su madre y por su padre, y sabe que debe llegar a un restaurante italiano antes de las 18:00 horas.

El segundero y el minutero lo amenazan. Por ello José se pone en pie sobre su bicicleta para llegar a tiempo. Repentinamente una sonrisa que surge como un disparo –la sonrisa de una niña que cruza la calle– lo detiene, lo sostiene, lo aniquila.

Decenas de piezas de pan vuelan por el aire. La Ciudad de México –entonces D.F.– huele a trigo. Un chico llamado José se cuenta los raspones en las rodillas, hurga con su índice en la cicatriz supurante de sangre en su rostro y en medio de estrellas y confusión recuerda una sonrisa.

Un perro se acerca. Un anciano se acerca. Un policía se acerca. Él sólo recuerda a una niña.

José detiene el auto. Quiere mirar a su mujer, pero no se atreve: un recuerdo le ha detenido por ahí, justo en el mismo sitio en el que hace poco más de 65 años perdió el control de una bicicleta por mirar a la niña que hoy viaja a su lado en el Auburn 852 descapotable: la mujer que con su sonrisa le hizo inundar la Ciudad de México de un aroma a pan que nunca nadie podrá olvidar jamás.

Adelanto a Fernanda y a José en mi bicicleta. Me detengo en un semáforo en rojo mientras un Auburn modelo 1936 reinventa a la ciudad en la que vivo. En ese lugar dos ancianos se imaginan jóvenes y eternos.

José acelera, me alcanza. Fernanda me mira y sonríe.

El semáforo se pone en verde. Fernanda gira la cabeza para sonreírme de nuevo. José le guiña el ojo derecho.

Y, mientras eso ocurre, yo invento esta historia.