Violar la ley es un acto socialmente aceptado en México (Mike Ehrmantraut dixit)

Por ANDRÉS TAPIA

En el episodio nueve de la temporada número uno de la serie de televisión Better Call Saul, Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks), un ex policía que trabaja como dependiente en un estacionamiento, y Daniel “Pryce” Wormald (Mark Proksch), vendedor especializado de una compañía farmacéutica que roba lotes de pastillas y los vende a un narcotraficante, sostienen el siguiente diálogo.

Mike: La lección es: Si vas a ser un criminal, haz la tarea.

Pryce: Espera, no soy un tipo malo.

Mike: No dije que fueras malo. Dije que eres un criminal.

Pryce: ¿Cuál es la diferencia?

Mike: Conozco criminales buenos y policías malos. Sacerdotes terribles, ladrones honorables… puedes estar de un lado u otro de la ley. Es sólo que si haces un trato con alguien entonces cumples con tu palabra. Puedes volver a casa con tu dinero y no volver a hacer esto nunca más. Pero tomaste algo que no era tuyo. Y lo vendiste para tener una ganancia. Ahora eres un criminal. ¿Bueno? ¿Malo? Eso depende de ti.

Las palabras de Ehrmantraut –en rigor unas cuantas líneas brillantes del libreto de un extraordinario escritor de guiones–, describen y anatematizan a México, un país cuyo actual presidente definió en algún momento del pasado a la corrupción como un asunto de orden cultural.

Enrique Peña Nieto fue severamente criticado por sus palabras, pero, por muy improbable e inédito que parezca, no se equivocó ni fue avieso: la corrupción en México es asunto de orden cultural, transmitido y heredado de generación en generación, no endémico pero sí profundamente arraigado en la idiosincrasia nacional, y tan natural como lo son los cactos en el desierto. Tanto, que la investigación periodística titulada “La Casa Blanca de Peña Nieto”, implica al propio presidente, de manera frontal e incontrovertible, en un acto evidente de corrupción.

El Índice Global de Impunidad México 2016, un estudio realizado por la Universidad de las Américas en Puebla, el Consejo de Seguridad y Justicia de ese mismo estado y el Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia UDLAP, no sólo evidencia lo simple, anecdótico y eternamente conocido por la sociedad mexicana y muchas otras sociedades de la Tierra: México ocupa el sitio número dos entre 59 países integrantes de la ONU en un listado que señala a las naciones más corruptas e impunes del Mundo, sino que también define su origen, sus circunstancias, y lo terriblemente ominoso de una y otras.

En el primer capítulo de dicho estudio, se lee: “Violar la ley es un acto socialmente aceptado, un juego que consiste en no respetar las leyes y evitar ser atrapado por la autoridad, aunque a final de cuentas si por mala fortuna se llega a ser identificado, lo más común es que alguna de las partes involucradas (autoridades o ciudadanos) busquen una salida alternativa a lo que establece la ley”.

En un episodio reciente, real y digno de la época de oro del cine mexicano, en el que la dialéctica entre el bien y el mal se cifraba –sin adorno alguno de poesía– entre los buenos y los malos, entre los pobres y los ricos, entre los rudos y los técnicos, un individuo conduce un auto lujoso en un carril exclusivo para bicicletas y autobuses. Delante de él, un ciclista pedalea con la única intención de llegar a algún sitio.

El sujeto del auto lujoso no puede comprender cómo un individuo que se transporta en un vehículo de menor tamaño, clase y vanidad, le obstruye el paso, muy a pesar de que circular en el mismo carril constituye per se una ofensa y un delito. Lo provoca, lo choca y lo derriba. Luego desciende y, como si fuera Julio César cruzando el Rubicón (el tipo, por supuesto, no sabe quién es Julio César y mucho menos qué es el Rubicón) coge la bicicleta y la arroja a la acera: “¡Roma sabrá quién soy yo!”, parece decir en su ignorancia.

Como en México “violar la ley es algo socialmente aceptado, un juego que consiste en no respetar las leyes y evitar ser atrapado por la autoridad”, el individuo que circulaba en un carril en el que no debería circular, que derribó a un ciclista y dañó su bicicleta –y no conforme con ello la retiró del carril en cuestión como si fuera un estorbo–, lleva el juego más allá: agrede a un policía, se resiste al arresto, escapa y en su huida daña una bicicleta propiedad del sistema de transporte de la Ciudad de México.

En medio de todo eso, escupe una frase tan lapidaria y ofensiva como parecieron en su momento las palabras del presidente Enrique Peña Nieto, pero no por la vulgaridad con la que está construida resulta menos cierta: “Es México, güey, ¡capta!”.

Las palabras de un político, cualquier político, de éste u otro país, esconden significados ocultos, a veces oscuros y crípticos, otras muy evidentes, sean ingenuos, aviesos o estructuralmente inocentes… Cuando Enrique Peña Nieto dijo que “La corrupción es un asunto de orden, a veces, cultural…”, lo que en realidad quiso decir es que habiendo nacido en este país, los mexicanos somos proclives –por tradición, por usos y costumbres, por cultura– a la trampa, a la arbitrariedad, a la idea de defenestrar y humillar al otro porque nuestros antecesores fueron defenestrados y humillados… O sólo porque sí.

El individuo en cuestión, al igual que el presidente de México, si bien de manera asaz grotesca y violenta, también justifica su proclividad a la corrupción y la impunidad: “Este país no tiene remedio, aquí cada uno hace lo que quiere, yo hago lo que quiero porque quiero, porque puedo y porque nadie me va a detener. Y si quiero quitar a este idiota de mi camino, simple y llanamente lo hago. ¡Es México, güey, ¡capta!”.

El presidente habló pretendiendo justificar a una nación. El conductor pretendiendo justificarse a sí mismo. Ambos, empero, definen –a su muy particular modo, a su muy retorcida manera–, lo que es un país que cada día amanece conociendo de más muertos, inocentes o culpables, pero sin ningún responsable de los mismos.

La temeridad –no imprudente sino desafiante– con la que una mujer colombiana es victimada a golpes y arrojada desnuda a la calle de un barrio popular de clase media en la Ciudad de México. La facilidad con la que dos bomberos son asesinados en un robo con violencia en el Estado de México mientras sus asesinos escapan en una motocicleta con el equivalente a 845 dólares. El horror ya casi común de descubrir a diez personas calcinadas dentro de una camioneta en el estado de Michoacán. El cinismo con el que dos gobernadores se han conducido a lo largo de su gestión y han hecho todo lo que está en su manos para evitar ser juzgados cuando abandonen sus puestos.

Todo eso, y mucho más, apuntala la frase y la vuelve cierta: “Violar la ley es algo socialmente aceptado, un juego que consiste en no respetar las leyes y evitar ser atrapado por la autoridad”.

De acuerdo. Pero como bien dice Mike Ehrmantraut: “Si vas a ser un criminal, haz la tarea”.

La mayoría de los mexicanos, acostumbrados a infringir la ley, las normas, a sentirse superiores a los demás, seguramente responderán: “Espera, no soy un tipo malo”.

Y yo cito a Ehrmantraut y parafraseo sin paráfrasis a Enrique Peña Nieto y al conductor de un Audi color plata que se cree el dueño del mundo y que hoy tiene tanto miedo que ha escapado y es incapaz de dar la cara: “No dije que fueras malo. Dije que eres un criminal”.

Un criminal.

Cuando cruzas la línea –seas bueno o seas malo– es eso en lo que te conviertes.