Por ANDRÉS TAPIA
La imagen posee un dejo de poesía en tiempos en los que la poesía es un commodity arcaico que muy poca gente adquiere. Por ello mismo, se eleva tan lenta y torpemente como un albatros, esa ave marina que necesita de una corriente de aire considerable para alzar su primer vuelo, pero que, una vez que despega sus patas de la arena, excepto en temporadas de apareo, es casi imposible volver a contemplarla en tierra firme.
Tres camionetas modelo Suburban de la automotriz General Motors que forman parte del convoy que protege al actual inquilino de la Casa Blanca, adelantan a una mujer en bicicleta que, al caer en la cuenta que protegen a Donald Trump, levanta su brazo izquierdo y, con la mano correspondiente, exhibe en alto su dedo medio: esa señal rotundamente sexual y machista que, a un mismo tiempo, supone un insulto y una afrenta: “¡Que te jodan, Donald!”.
La mujer se llama Juli Briskman, tiene 50 años, es madre de dos hijos y hasta hace unos días era empleada de Akima, una compañía de contratistas cuya sede es Virginia y la cual estaba contratada por el gobierno federal de los Estados Unidos para brindarles diversos servicios de consultoría.
Briskman, la ciclista, hizo saber al departamento de Recursos Humanos de Akima del “incidente”: pedaleaba en su bicicleta el pasado 28 de octubre y, repentinamente, el inquilino de la Casa Blanca se cruzó en su camino y ella cometió la temeridad de ser consecuente consigo misma: sostuvo el manubrio con la mano derecha, guardó el equilibrio, y levantó la izquierda para decir gestualmente lo que muchas personas en Estados Unidos y el Mundo piensan, pero pocos se atreven a expresar: “¡Que te jodan, Donald!”.
Pasaron algunos días, no muchos, y Juli Briskman, la mujer ciclista que no se intimidó al verse rodeada y rebasada por la motorcade del presidente de los Estados Unidos, fue obligada a renunciar por Akima, en virtud de haber exhibido una imagen obscena e irrespetuosa en sus redes sociales que atenta en contra de las buenas costumbres estadounidenses y supone una afrenta a ese payaso llamado Donald Trump.
¡Wow!
Donald Trump, el actual inquilino de la Casa Blanca, no propiamente el presidente de los Estados Unidos, se jacta de haber tocado, en su condición de “rockstar”, los genitales de muchas mujeres. Su esposa lo disculpa, sus electores lo disculpan y, a pesar de ser un miserable, se convierte en el presidente de la nación más poderosa del Mundo.
Blancos, horrendos, sin pasar por una ducha –básicamente porque en los sitios en los que viven oler bien o mal no es propiamente importante–, los electores de Donald Trump son individuos que un día sí y otro no obligan al punto de la violación a su mujer a tener sexo. Son individuos que, un día sí y otro no, consienten ser violadas por designios religiosos que, pese a su perversidad, les garantizan la potestad y el dominio sobre esos hombres miserables.
El pasado sábado 5 de noviembre, realicé un paseo en bicicleta. En el cruce de Prado Norte y Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, me detuve en un semáforo en rojo. Cuando tuve la luz verde un conductor ignoró la señal y siguió de largo: estaba en el límite, y entendí su prisa. No fue lo mismo con un conductor que lo seguía a diez metros y que, con la luz roja, la ignoró violentamente.
Mexicano, mexicanito, por ende, miserable (y seguro lloraste, ternurita, con la película Coco: ¡Qué hueva me das!).
Eché mi bici pa’lante (¿si entienden el caló?), me le paré enfrente y con la mano izquierda le exhibí mi dedo medio, el mismo que Juli Briskman le exhibió a Donald Trump para hacerle saber al idiota mexicano que se pasó la luz roja que conmigo no, que conmigo no…
La imagen de Juli Briskman exhibiendo su dedo medio a Donald Trump y perdiendo con ello su empleo es una poesía que hoy nadie entiende porque la poesía es un commodity por el que nadie se interesa.
La poesía es hoy una vulgaridad maravillosa.
Una vulgaridad que los vulgares, por más que lo expliques, no podrán jamás entender.