La (improbable) caída de Frank Underwood

Por ANDRÉS TAPIA

Zoe Marie Barnes nació el 10 de junio de 1986 en la ciudad de Chicago, Illinois, y murió el 5 de noviembre de 2013 en la estación del metro Cathedral Heights de Washington D.C.; en el momento de su muerte tenía 27 años.

Tiempo antes había conseguido un trabajo como reportera en el diario Washington Herald, pero sus asignaciones siempre estaban consignadas después de la página 15 y en las partes más recónditas del impreso. Quizá porque su signo zodiacal era Géminis, Barnes era ambiciosa, inteligente, bella y medianamente naïve. Tal vez –y sólo tal vez–, por ello hizo todo lo posible por ascender en el periódico hasta que, debido a la futilidad que mostraba su editor por su trabajo, decidió renunciar y unirse al portal de noticias en línea Slugline.

Para entonces, de manera casual –y de manera no tan casual–, Barnes había desarrollado una relación erótica y de conveniencia con el congresista demócrata Frank Underwood, quien también ostentaba el cargo de líder de su facción parlamentaria en el Congreso. La joven, talentosa e incipiente periodista Zoe Barnes, ofrecería sus talentos sexuales a Underwood a cambio de información privilegiada de primera mano que la haría avanzar en su carrera periodística.

El congresista aceptó, pero no sólo motivado por la juventud y belleza prístina de Barnes: en ella tenía una oportunidad estratégica de diseminar información que, más tarde o más temprano, le haría avanzar hacia la Casa Blanca.

Pero Barnes no sólo era inteligente, también poseía los instintos del periodista innato: pregunta, duda, duda siempre, y sigue preguntando hasta que casi dejes de hacerlo. Convencido de que su amante e inside girl se había convertido en un peligro, la noche del 5 de noviembre de 2013, Underwood empuja a Barnes a las vías del metro de Cathedral Heights. Alternativamente, los diarios reportarían al día siguiente el hecho como un accidente o suicidio.

La historia de Zoe Barnes y Frank Underwood es una historia de ficción y tiene lugar en la trama de la serie de televisión House of Cards creada por el escritor Beau Willimon y producida por Netflix. A partir de su estreno el 1 de febrero de 2013, se convirtió en el buque insignia de la compañía fundada y liderada por el empresario Reed Hastings, al punto de darle una continuidad de cinco temporadas más. Sin embargo, la sexta y presumiblemente última, no será aireada toda vez que ha sido cancelada.

Las razones para ello hoy ocupan algún espacio prominente en las primeras planas de los diarios del mundo, y obedecen a las denuncias de acoso sexual que diversos actores y productores de cine han ventilado y proferido en torno al actor estadounidense Kevin Spacey, intérprete, en House of Cards, de Frank Underwood.

La primera de ellas procede del también actor Anthony Rapp, quien hace unos días aseguró que, en 1986, cuando tenía 14 años, asistió a una fiesta en el departamento de Spacey y éste lo acosó sexualmente. Las siguientes implican al productor y director Tony Montana, al actor mexicano Roberto Cavazos y a un hombre británico llamado Daniel Beal.

Spacey, un histrión que parecía gozar en Hollywood y en el mundo de una reputación intachable, suma su nombre al del productor Harvey Weinstein, quien recientemente ha sido acusado, exhibido y defenestrado como un acosador que sugería, implicaba o llanamente solicitaba favores sexuales a mujeres a cambio de obtener un papel en sus películas.

A diferencia de Weinstein, que en sus modos y formas parece un cerdo machista, misógino y vulgar, Spacey siempre exhibió la imagen de un caballero. Empero, los anales de los asesinos seriales, en masa y pederastas que ostenta el FBI –por citar a una institución reputada–, están repletos de personas cuya imagen y comportamiento distan mucho de corresponderse con los monstruos que la imaginería popular ha convertido en arquetipos de lo innombrable.

Por alguna razón que no se comprende del todo –y no se comprende porque el tipo de prácticas que presumible y muy seguramente han llevado a cabo hombres como Weinstein y Spacey iniciaron en el mismo momento en que Hollywood se convirtió en una industria (hablamos de la década de 1930)–, ha comenzado una cacería de brujas. Y, a diferencia de lo ocurrido en la ciudad de Salem en el Siglo XVII, tenemos casi la certeza de que estas brujas (brujos) no son inocentes.

Como Weinstein parece un monstruo, me sumo a su linchamiento público. Como Spacey no lo parece, he de decir que lo lamento, profundamente, pero eso no me impedirá que también encienda mi antorcha y encienda su pira. Pero mis juicios personales, como tampoco los pecados de Weinstein y Spacey, son los que deberían preocupar al Mundo.

Tras las acusaciones que han sido ventiladas en las últimas semanas, Harvey Weinstein ya no tiene una productora de películas, ya fue destituido de su propia compañía y su nombre se arrastra por la mierda igual que los gusanos.

Un poco menos, pero –mañana será un poco más– Kevin Spacey ha perdido un reconocimiento a su carrera, Netflix ha cancelado la siguiente temporada de House of Cards y su carrera brillante y egregia también se llena de lodo –y de mierda– y el día de mañana, sino es que ya hoy, su nombre figurará en la lista de los eternos “sospechosos comunes”. Y si es culpable, como Weinstein, ¡que se joda!

Lo que no es admisible es que el actual inquilino de la Casa Blanca, un miserable payaso que ha sido acusado una y otra vez de acoso sexual, misoginia, comportamiento inadecuado y de quien, incluso, se tiene una grabación que ha sido autentificada (entre lágrimas de cocodrilo) por él y su esposa y en la que asegura que es posible “agarrarlas (a las mujeres) por el coño, hacerles cualquier cosa”, bajo el atenuante de que seas un “rockstar”, ocupe el Salón Oval, sea presidente de los Estados Unidos y no sea sujeto de la misma cacería de brujas que hoy tiene en la hoguera a Harvey Weinstein y a Kevin Spacey.

Cancelada por Netflix la sexta y presumiblemente última temporada de House of Cards, a la luz de los hechos actuales es posible que no podamos contemplar que los abyectos y aborrecibles crímenes del presidente de Estados Unidos, Frank Underwood –entre ellos y seguramente el más infame: el asesinato de Zoe Marie Barnes–, sean juzgados y condenados por los jueces de la nación que hoy, y desde hace muchos años, se presume como “la única indispensable de la Tierra”.

Lo que no imagino, ni quiero imaginar, es que un ser mucho más aberrante que Harvey Weinstein, y mucho más abyecto que Kevin Spacey, permanezca en la Casa Blanca sin que esos mismos menesterosos e ignorantes que lo encumbraron, le arrojen la más mínima e inofensiva de las piedras.