Por ANDRÉS TAPIA
Es muy posible, sin que existan las fuentes necesarias para confirmarlo, que las palabras “La Tierra es azul” fueran pronunciadas por el cosmonauta soviético Yuri Gagarin durante la misión que emprendió a bordo del Vostok 1el 12 de abril de 1961, y la cual consistió en orbitar el planeta, así como experimentar las actividades más simples de un ser humano en estado de ingravidez.
La narrativa oficial de la entonces URSS no las da por ciertas, tampoco las desmiente, si bien resulta lógico que ante la circunstancia de ser el primer ser humano en el espacio que contempló la Tierra desde el espacio exterior, Gagarin haya descrito con detalles minuciosos lo que vio por iniciativa propia o, bien, por exigencia del Control de Tierra.
Pero las haya pronunciado o no, hoy sabemos que son ciertas y la única referencia que existe en contra de su posible paternidad procede de una de las más simples y extraordinarias líneas poéticas que se hayan escrito jamás: en 1969, en la canción “Space Oditty” estrenada ese año, David Bowie haría decir al Major Tom —el personaje ficticio de la misma—: “Planet Earth is blue, and there’s nothing I can do”.
Los hábitos de los seres humanos comenzaron a cambiar durante la década de 1990. Y aunque podría decirse que dichos cambios ocurrieron de manera paulatina y por ello resultaron imperceptibles, lo cierto es que, vistos a la distancia, fueron tan radicales y violentos como los que tienen lugar luego de una revolución.
La llegada de la Era de Internet y las tecnologías digitales fueron, sin duda, el punto de quiebre entre lo que solíamos ser y lo que somos ahora, pero ciertas costumbres que no estaban permeadas propiamente por el desarrollo tecnológico también se vieron afectadas.
Repentinamente fumar se convirtió en un mal hábito, y poco a poco el mundo entero cedió a la prohibición de encender un cigarrillo en lugares públicos o cerrados. Al mismo tiempo, dio inicio un movimiento que ponderaba el bienestar por encima de cualquier cosa: los alimentos tendrían no sólo que satisfacer el hambre de los seres humanos, sino también incidir —por obvio que fuese— en la salud de los mismos. La industria de las bebidas alcohólicas, incluso, se decantó por esta práctica al ofrecer al mercado mejores destilados, si bien en los hechos el agente tóxico continuó presente aunque de un modo más exquisito.
Nada de lo anterior resultó negativo. Las sociedades del planeta experimentaron alteraciones notables en cuanto a su modus vivendi y en lo general el mundo se convirtió en un lugar más placentero a partir de la incorporación de tales cambios, aunque, al hacerlo, la brecha entre ricos y pobres se hizo más pronunciada.
La revolución tecnológica, empero, con sus afanes democratizadores y sincréticos, y envuelta entre ellos la ambición de convertir lo global en una verdad incontrovertible, nos alejó lenta y pausadamente de hábitos que en nada afectaban el desarrollo de nuestra especie. Para comprobarlo, basta con viajar en avión.
Desde hace algunos años, las aerolíneas comerciales se esmeran en ofrecer la mejor experiencia posible a sus pasajeros. Comida gourmet, orgánica, asientos más confortables (aunque en los hechos no lo sean), un enorme carrusel de películas, series de televisión, videojuegos, bebidas alcohólicas de renombre, tripulaciones políglotas y, en algunos casos, como extraídas de alguna pasarela en Milán o de alguna cinta manufacturada en Hollywood.
Todo ello, ya se ha dicho, a partir de la premisa de ofertar la más extraordinaria experiencia a bordo. Y si no se consigue porque los hábitos y los gustos de los pasajeros van más allá del menú existente, la incorporación de conexiones electrónicas, puertos USB y tecnología Wifi, permiten a los usuarios hacer uso de sus propios dispositivos y consumir el menú que les venga en gana.
Sin embargo, el espectáculo más grande que puede ofrecer un viaje en avión no está presente en el menú de servicios de las aerolíneas, tampoco en el gusto de los nuevos viajeros, y si bien no está prohibido, se ha convertido en un acto de mal gusto, tan ofensivo como lo sería encender un puro en la cabina de primera clase de un Airbus A380 de Air France.
El año 1999, el fotógrafo francés Yann Arthus-Bertrand publicó un libro llamado La Terre vue du ciel que con el paso de los años se convertiría en un best-sellermundial. Llanamente consistía en una serie de imágenes de distintos lugares del mundo, tomadas todas ellas desde un helicóptero. Años más tarde, la idea de Arthus-Bertrand devendría en un documental dirigido por el también francés Renaud Delourme, en el que el concepto se mantendría inalterable: imágenes de la Tierra vista desde el cielo.
Libro y documental han caído en desuso. Y si bien aún es posible conseguir el primero en algunas librerías (mayormente de material viejo) y el segundo observarlo en alguna plataforma de contenidos por streaming, lo cierto es que el acto simple, ocioso e infantil de abrir las ventanillas de un avión para observar la Tierra desde una perspectiva diferente, hoy es una osadía rayana en el sacrilegio.
La Tierra, como afirmó Yuri Gagarin y repitió David Bowie, es azul. En un día claro, a 36,000 pies de altura, es posible contemplar su curvatura y, entre otras cosas, las regiones blancas que definen la cartografía de Groenlandia, Islandia y Canadá, o sus accidentes grises que de manera casi imposible se trastocan y transforman a un negro inverosímil y siniestro que no hace otra cosa que enfatizar su belleza. Es eso y también los improbables acantilados verde-marrón de Irlanda —como una pintura de Monet narrada y descrita por James Joyce—, o el azul turquesa del Mar Caribe en el que los conquistadores españoles hallaron el milagro accidental de un nuevo Mundo.
Pero no podremos comprobarlo a menos que cometamos el acto disruptor —hoy más disruptor que nunca— de correr la persiana de la ventanilla de un avión y permitir así el paso de una luz que, por más brillante que sea, no va a cegarnos.