¿La victoria?

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: TWITTER @CH14_

El 5 de mayo de 1862, el ejército de México, al mando de los Generales Ignacio Zaragoza y Porfirio Díaz, logró repeler y derrotar al ejército francés, el cual era comandado por Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, en lo que se conoce como la Batalla de Puebla, una de las efemérides más celebradas en los libros de historia del país.

Compuesto por tropas que lo mismo eran militares de carrera y formación, así como civiles y facciones paramilitares opuestas que, ante la invasión de Francia, dejaron de combatir entre ellas para defender a la República, algo menos de 5,000 mexicanos enfrentaron a un ejército formado por cerca de 6,000 hombres, y en cuyo palmarés su última derrota había tenido lugar casi medio siglo atrás en un lugar llamado Waterloo.

La batalla duró todo el día, al cabo del cual el General Ignacio Zaragoza envió un telegrama al Ministro de Guerra de México con las siguientes palabras: “Excelente señor Ministro de Guerra: las armas del supremo gobierno se han cubierto de gloria”.

No fueron las únicas, pero en tanto la historia la escriben los vencedores, se juzgó conveniente reducir a su mínima expresión en los libros de historia el siguiente telegrama, el cual fue enviado al final del día por Zaragoza al Presidente de México, Benito Juárez: “Estoy muy contento con el comportamiento de mis generales y soldados. Todos se han portado bien. Los franceses han llevado una lección muy severa, pero en obsequio de la verdad diré: que se han batido como bravos, muriendo una gran parte de ellos en los fosos de las trincheras de Guadalupe. Sea para bien, Sr. Presidente. Deseo que nuestra querida Patria, hoy tan desgraciada, sea feliz y respetada de todas las Naciones”.

Al igual que en un contrato crediticio o en el correspondiente a un seguro de vida, lo que ocurrió después de esa extraordinaria victoria, ha sido relegado a formar parte de lo que se conoce como “letra pequeña”, esas cláusulas que suelen ser decisivas y que, sin embargo, nadie lee.

El ejército francés regresaría un año más tarde a México, esta vez con 35,000 hombres que derrotarían a 29,000 efectivos nacionales, y eventualmente llegaría a la capital del país para establecer lo que sería llamado el Segundo Imperio Mexicano, el cual sería liderado por Maximiliano de Habsburgo.

El gobierno del también Archiduque de Austria duraría algo menos de tres años y culminaría con su fusilamiento en el Cerro de las Campanas, en el estado de Querétaro, el 19 de junio de 1867, por órdenes del presidente Benito Juárez.

A final de cuentas México ganó esa guerra, la cual culminó violentamente con la ejecución de Ferdinand Maximilian Joseph Maria von Habsburg-Lothringen, y la redención histórica del presidente Juárez. Pero lo cierto es que, aquejada por los conflictos en Europa, y en consecuencia incapaz de establecer un imperio al otro lado del Atlántico, la Francia de Napoleón III decidió retirarse de tal empresa.

Hace unos días, en ocasión del Mundial de Fútbol de Rusia 2018, la Selección Mexicana ganó por primera vez en un partido oficial a su similar de Alemania. El resultado ciertamente es histórico, y las celebraciones que han tenido lugar a propósito de tal evento, amén de vulgares, acaso aspiran a emular esa hazaña del ejército mexicano sobre el francés el 5 de Mayo de 1862, esa victoria que sólo fue el prólogo de una derrota la cual sería apaciguada con una venganza muy al estilo de “las armas del supremo gobierno”.

Poco importa que aún resten dos partidos de la fase de grupos y también los correspondientes a la de eliminatorias: al igual que en 1862, el fragmentado, dividido, violento, grotesco, insustancial, absurdo México, consiguió una victoria ante el Campeón del Mundo, tal y cual era considerado el ejército francés en los tiempos de la Batalla de Puebla. Con eso basta para aspirar a la eternidad y escribir con tinta dorada un capítulo, aún inconcluso, de la historia.

Parecería absurdo, pero no es casual ni fortuito: el México de estos tiempos que halla en la victoria de un equipo de fútbol un motivo orgiástico de celebración, es tan querido y desgraciado como aquella Patria a la que Ignacio Zaragoza deseó fuese “feliz y respetada de todas las naciones”.

Una empresa muy difícil. Una odisea en términos mitológicos. Una utopía si nos situamos en el campo filosófico.

En víspera de las elecciones presidenciales que se presumen como las más importantes en la historia del país —aunque cada seis años se considere a las mismas las más importantes de la historia—no hay un solo día en que un aspirante político, sea cual sea el partido al que pertenezca, sea asesinado, sin dejar de lado el aumento de la violencia que trasciende a ciudades que eran consideradas santuarios.

Y, sin embargo, en medio de todo ese aquelarre de la fatalidad, el infortunio y la sevicia, el bálsamo es una victoria que, en tanto todavía es inconsecuente, puede resultar pírrica.

Hambriento de victoria, el pueblo de México ceba sus esperanzas en el triunfo conseguido por su selección de fútbol en el torneo que estos días se celebra en Rusia, delirante en la inconsciencia de que incluso la consecución de la Copa del Mundo, no bastará para superar décadas de conflictos intestinos.

Pese a ello, la victoria sobre Die Mannschaft, sobre Alemania, será cantada en el futuro como una hazaña insuperable, pese que, a final de cuentas, no termine por trascender en la historia.

No obstante, entre el México que cantó victoria sobre las hordas francesas y el que hoy se vanagloria por haber vencido a Alemania, hay una diferencia que no es sutil sino brutal. Y ello puede leerse en la letra pequeña de la historia de México, esa que contiene las trampas y los trucos, amén de la verdad, en torno a la victoria. Son las palabras de Ignacio Zaragoza, en reconocimiento al adversario, al rival, al enemigo:

“Los franceses han llevado una lección muy severa, pero en obsequio de la verdad diré: que se han batido como bravos, muriendo una gran parte de ellos en los fosos de las trincheras de Guadalupe”.

La victoria sobre Alemania es tan sólo una anécdota, al igual que la obtenida sobre el ejército de Napoleón III hace 156 años.

Una premisa repetida hasta el hartazgo asegura: “Aquel que no aprenda de la historia, está condenado a repetirla”.

Ojalá ésta sea la última vez que se venza sin vencer.