Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: GETTY IMAGES
En la geometría euclidiana un teorema reza que “la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta”. A partir de una simple asociación de ideas, la memoria de los seres humanos debería operar bajo este axioma perfilado por Euclides. Los recuerdos, sin embargo, suelen encadenarse de una manera extraña en la que un atajo no significa necesariamente un sendero más corto, sino un largo y accidentado camino que debe recorrerse para llegar a un instante que en apariencia se ha perdido en el tiempo.
Cuando era niño tuve un amigo llamado Fernando. Estudiamos juntos en las escuelas primaria y secundaria y, luego de ello, pese a lo cercano y entrañable de nuestra relación, cada uno siguió su camino luego de haber permanecido en contacto estrecho por espacio de nueve años.
Fernando y yo teníamos 15 años de edad cada uno cuando tuvo lugar nuestra separación. Si puedo recordarlo bien, él tenía la intención de convertirse en arquitecto. Yo tenía la misma idea, pero la música se atravesó en mi camino y repentinamente dejé de pensar en ese concepto prefijado del destino y acepté, sin darme cuenta de ello, que el destino no era el final del viaje, sino el viaje en sí mismo.
No puedo precisarlo, pero me reencontré con Fernando 12 o 13 años después, en una convención de cómics en la Ciudad de México. Los apuntes que guardo en mi memoria me aseguran que tuvo que haber sido en 1995 o 1996, y que entonces teníamos 27 o 28 años de edad.
Fue un encuentro breve. Él caminaba de la mano con su novia mientras mi amigo Gustavo Moheno y yo deambulábamos por los pasillos de una expo para nerds en persecución de historias que leer, transformar y contar, y de acaso alguna nerd que, como nosotros, andaba en busca de un par para su vida aquejado de la misma y extraña epidemia que la había conducido hasta ese sitio.
Lo saludé y me reconoció de inmediato: “Eres Tapia, ¿verdad?”, respondió. Es hasta este punto que puedo recordar con certeza mi reencuentro con mi amigo. El diálogo que tuvo lugar a continuación no puedo recordarlo, ni siquiera una palabra. En mi memoria no hay registro de lo que Fernando seguramente me dijo: que la arquitectura no fue su destino, sino la ingeniería física, y que se graduó en la Universidad Autónoma Metropolitana. Yo seguramente le dije que había estudiado periodismo y que no había vuelto a ver a nadie de la pandilla de amigos de la secundaria. O tal vez sí: una ocasión, acaso en 1992, año en que por alguna extraña razón me hice presente en un barrio situado al norte de la Ciudad de México, me reencontré con Marcos Oropeza, César Mancilla, Jorge Badillo, Jesús López y otro amigo de la infancia al que sólo puedo recordar por su apodo: Lobo.
En un pasillo atestado de gente del World Trade Center de la Ciudad de México, Fernando y yo nos abrazamos, tal vez, y nuevamente volvimos a separarnos. Los años vividos en presencia no parecieron ser suficientes para derrotar a los vividos en ausencia. No cambiamos teléfonos, sólo nos olvidamos, seguramente sin pretenderlo, y cada uno continuó con su vida.
Hace unos días recibo la visita de un amigo, José Ramón Huerta, y bebemos un whisky mientras en la televisión los Nacionales de Washington se enfrentan a los Astros de Houston en el primer juego de la Serie Mundial. Le pregunto si alguna vez jugó baseball y responde que sí, cuando era niño, y recuerda orgulloso: “Jugaba de Pitcher”.
Dos días más tarde otro amigo viene a casa, Roberto Castañeda, y el tópico de la Serie Mundial de Baseball se hace presente de manera inevitable: los Nacionales vencieron en los dos primeros juegos a los Astros y la contienda parece decidida. Roberto bebe vino tinto, yo whisky, y el estéreo reproduce una canción del reverendo Al Green. En ese momento, inadvertidamente, un fantasma me toca el hombro y me recuerda que le debo una historia.
La charla entre Roberto y yo tropieza en varios recuerdos: uno de ellos son los cromos o estampas deportivas que se comercializaron en México a finales de la década de 1970. En principio se realizó una edición de los 28 equipos de la Liga Nacional de Futbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés) y poco después una relativa al Mundial de Fútbol Argentina 1978. Mi hermano Pablo y yo coleccionamos ambas, pero sólo una sobreviviría al paso del tiempo.
Cuento a Roberto esa historia y tengo que detenerme en un rellano del camino en el que me encuentro con Fernando. Probablemente es 1981 y ya no se editan más en México los cromos de los jugadores de los equipos de futbol americano de la NFL. Sin embargo, de contrabando llegan al país las ediciones que se comercializan en Estados Unidos.
Con muy pocos años para un niño, en una visita a un parque de diversiones de la Ciudad de México, descubro en unos puestos callejeros esos cromos y compro uno o dos sobres, no más que eso porque no puedo más, y al siguiente lunes, a la hora del recreo, le muestro a Fernando mi tesoro: diez estampas con los jugadores más relevantes de la NFL. Los ojos de Fernando brillan, o al menos eso quiero recordar, y le escucho decir: “Le diré a mi papá que nos consiga una caja”.
En los años de la escuela primaria, una primaria pública, los chicos de la clase siempre consideramos a Fernando el niño rico del salón. Tenía todos los juguetes del mundo, o por lo menos aquellos que valía la pena tener. Todas las figuras de acción de la serie de Star Trek, las correspondientes a Star Wars cuando aparecieron por ahí de 1978, sin dejar de mencionar a las relativas al Planeta de los Simios, amén de una habitación repleta de soldados de plomo que representaban a todos los ejércitos del mundo. Fernando, empero, no se comportaba como el chico rico de la clase, sino como uno más de nosotros.
Una mañana, a la hora del recreo, Fernando me llamó a su pupitre: “¡Tapia, ven, tengo algo que mostrarte!” Fernando abrió su mochila y dentro de ella contemplé una cantidad obscena de sobres con cromos de la NFL. “Son para ti”, me dijo. “Mi papá trajo una caja para mí y otra para ti”. Con la inocencia que aún conservo, para mal en este tiempo, pero para bien en ese entonces, le respondí: “Fer, yo no puedo pagar esto”. Él replicó: “Olvídalo, es un regalo”.
Cuento esta historia a Roberto y por toda respuesta me dice: “Ahí tienes un Asunto Pendiente Antes de Morir. Le debes un relato a Fernando”.
Al día siguiente mi amigo Iván Rivera viene a casa para mirar el tercer juego de la Serie Mundial de Baseball entre los Nacionales de Washington y los Astros de Houston. No espero que nadie entienda de la intimidad entre dos hombres que celebran su amistad mirando un partido de baseball, intercambiando cromos de los jugadores de la Liga de Futbol Americano de Estados Unidos o exhumando recuerdos que parecen perdidos.
La noche casi se marcha, los Astros ganan, y dos recuerdos distantes se apersonan delante mío. En uno, durante una excursión escolar, organizo un partido de baseball y como el padre de Fernando está presente, todos los chicos de la clase acordamos nombrarlo ampayer. En el otro, entrego a mi amigo Iván Rivera, en ocasión de un cumpleaños, uno de los cromos que conservo que me fueron obsequiados por Fernando y su padre, y en el que aparece Bob Griese, uno de los jugadores históricos de los Delfines de Miami, su equipo predilecto. Si puedo recordarlo bien, entre uno y otro evento ha pasado alrededor de una década.
Fernando hoy tiene 51 años. Es padre de dos hijos y es tan obsequioso con ellos como lo fue su padre con él. Nos hemos escrito unas pocas veces a través de redes sociales y, aunque no nos hemos vuelto a ver desde hace más de 20 años, estoy seguro que en la memoria, no sé si en nuestra imaginación, coincidimos de cuando en cuando para mirar un partido de baseball o de futbol americano.
La memoria no suele elegir senderos llanos, líneas rectas o atajos para llegar a un recuerdo: entre más intrincados, complejos y largos sean los caminos, la recompensa será más generosa y precisa. Gustavo Moheno, José Ramón Huerta, Roberto Castañeda, Iván Rivera… los mejores amigos y eslabones de una cadena de tiempo que conduce a Fernando Meré: el mejor amigo que tuve cuando fui niño.