El vendedor de flores de metal

Por ANDRÉS TAPIA

En un sueño vuelvo a la casa de mis abuelos. Está situada al norte de la ciudad, en un barrio que muchos años más tarde se volverá un sitio agreste y desconocido. Mi abuelo morirá pronto, mucho tiempo antes que mi abuela, y sin embargo consentiré su muerte; la de ella, no.

Carpintero él, ama de casa ella, los recuerdo mientras arrastro un carricoche hecho de madera, metal y ruedas de caucho que mi abuelo construyó para mí. 

La dirección es La Corona 1A, esquina con Alfredo Robles Domínguez. El barrio es conocido como la Colonia Industrial. Una calle hacia el Este existe una avenida llamada Calzada de los Misterios por la que circulan los autobuses que conducen al parque más antiguo de América, un sitio llamado Chapultepec.

Arrastro mi carricoche al que mi abuelo dotó de una guía de metal en forma de T y sé que debo dirigirme al sureste, rumbo a un bosque improbable que está situado en medio de una ciudad monstruosa y que huele a eucalipto. Ahí, alguna vez, fui feliz con mi padre, mi madre y mis hermanos.

En el sueño no soy el niño que era, sino el adulto que soy. Consecuentemente los semáforos son mentiras que alguien inventó para detener mi marcha y no propiamente un elemento rudimentario, pero vital, de la civilización. El carricoche, entonces, es una utopía de mi realidad.

* **

Un indigente que fabrica flores artesanales a partir de latas de cerveza y soda me dice: “Dame una moneda y te regalo una flor”. El tipo es un ignorante que no tiene idea que hace mucho tiempo el dinero ha dejado de tener una forma física y se ha transformado en un activo virtual. La gente ya no lleva monedas de metal o billetes de papel, sino tarjetas de plástico que a un mismo tiempo pueden contener una fortuna, apenas lo indispensable o quizá nada.

Aun así ofrece sus flores metálicas a los transeúntes mientras yace derrotado a las afueras de una tienda de conveniencia. 

“Dame una moneda y te regalo una flor”, ese es su mantra. Y mientras hurga en la basura para conseguir latas que luego trozará con tan sólo sus dedos, yo vuelvo a ser el niño al que su abuelo regaló un carricoche hecho de madera, metal y ruedas de caucho.

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Regreso al sueño en que ya no soy un niño. Me acompaña, sin embargo, el objeto al que siempre volveré cuando ni niñez se rebele y quiera hacerse presente en el presente, por más que se trate de un armatoste ridículo del pasado.

Giro la cabeza y encuentro en la caja del carricoche un plato con un trozo de pastel de chocolate que mi abuela cocinó por mi cumpleaños; un reloj que me obsequió mi madre cuando concluí la escuela primaria; la bicicleta naranja que una mañana del segundo lustro de la década de 1970 mi padre me regaló el día de Reyes, y a mis tres hermanos –Claudia, Pablo, Lula– sonriéndome como si yo fuese el tipo que hace girar el carrusel en un parque de diversiones.

Un semáforo se pone en rojo y sin embargo sigo adelante. En la siguiente esquina una muchedumbre que por común denominador lleva puesta máscaras cubrebocas, se arremolina en torno a una flor artesanal hecha a partir de la lata de una cerveza. Nadie llora, pero ahí hay una persona muerta.

En el cristal de un ataúd vacío contemplo el reflejo del rostro de mi abuela. No sonríe. Nadie llora. La flor de metal, empero, refracta los rayos de la luz del Sol que cae sobre la Tierra.

***

Chapultepec es otro a más de 45 años de distancia: un bosque insólito en el que dos mujeres se besan, las ardillas se dejan alimentar por los humanos y los vendedores de helados destrozan el silencio con el ruido de sus campanas. 

Me aflojo el cubrebocas para respirar y, al mismo tiempo, intento percibir el aroma de las semillas de los eucaliptos que mi padre llamaba “sombreritos” debido a su peculiar forma.

Ya no arrastro el carricoche que mi abuelo construyó para mí. Pero la bicicleta que pedaleo de alguna forma parece arrastrar todo ese pasado feliz en medio de todo este presente incierto. Es el año 2021 y estoy a punto de cumplir 53 años.

Muerto de cansancio regreso a casa a dormir. 

Y sueño.

***

El fantasma de mi abuela regresa a casa y cocina un pastel para mi cumpleaños mientras mi abuelo, su esposo, construye un carricoche para el que será el primero de sus nietos. Un poco antes el hombre que será mi padre habrá regalado a la mujer que será mi madre un disco de 45 revoluciones en uno de cuyos lados la canción “Michelle”, de Los Beatles, definirá una historia indefinible.

Pero eso es el pasado.

El presente es otra cosa.

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Despierto. Es la realidad, una película que hoy encarna las fantasías más atroces y en la que la gente muere todos los días por causa de una enfermedad que la ficción imaginó hace años y que muchos negaron con la convicción inválida que se origina en la fe y en la superchería. En la tienda de conveniencia que está frente a mi casa, sobre la acera, hay un hombre que duerme mientras una docena de flores de metal hechas de aluminio barato parecen velar su sueño.

Es casi mediodía, el ruido de los autos, de las personas, de los perros que ladran sin razón, de los políticos que mienten a cada minuto no lo despiertan. A diferencia de aquellos y aquellas que entran y salen, que llegan y se marchan, él no porta una máscara cubrebocas. En otro momento, en un sueño, sería una distopía de la realidad. Pero no en este.

El invierno aún no se ha marchado, pero los rayos del Sol ya auguran la llegada de la primavera. El aluminio de sus flores los refractan y a estas las hacen brillar como si fueran verdaderas. 

Mientras en mi imaginación, no sé si en mi memoria, vuelvo a ser niño y arrastro por las calles de la ciudad el carricoche que mi abuelo construyó para mí hace muchos años, me digo que no consentiré la muerte del vendedor de flores.