Yahaira

Por ANDRÉS TAPIA // Foto: HERIBERTO PAREDES

Mi nombre es Yahaira Guadalupe Bahena López. Debería tener 21 años de edad, quizá un hijo y mi cabeza. Pero no tengo nada de eso. Morí hace poco más de dos años.

Hace unos días, mi madre fue enterada que un cuerpo decapitado que fue hallado en una fosa en el estado de Oaxaca, era el mío. Se lo dijeron unos forenses argentinos, gente que se dedica desde hace muchos años a identificar fantasmas. Que conoce el lenguaje de los muertos.

Yo nací de padre y de madre en el estado de Michoacán. Y tuve un esposo, José. Él pertenecía al ejército de México. Me hubiese gustado vivir ahí con él. Siempre. Porque Michoacán es hermoso. Un lugar lleno de pueblos de los que ninguno se parece a otro. Es como si cada uno de ellos perteneciera a un estado distinto, y en realidad todos forman parte de la misma geografía. Y lo mismo ocurre con el paisaje: montañas, bosques, lagos, zonas semidesérticas o húmedas que parecen no corresponderse por la cercanía obscena que observan unos con otros. Y, casi lo olvidaba, el mar.

Pero uno nace en un sitio y la vida, el destino, el azar o todo junto un día te llevan a otro lado. A José y a mí nos condujeron a un lugar conocido como Ciudad Yagul, en el municipio de Tlacolula de Morelos, en el estado de Oaxaca. Mi esposo fue asignado a un destacamento militar cercano a ese sitio. Y abandonamos Michoacán.

Una tarde –tarde de Oaxaca: de mucho sol, de algunos nubarrones en el horizonte, de la rutina simple y lenta de un pueblo de México–, un grupo de hombres armados irrumpieron en mi hogar y me llevaron con ellos.

Tuve miedo. Mucho. Al principio y al final. Pero también creo que en algún momento lo perdí. O por momentos lo perdí. Mientras me insultaban y llevaban a un sitio que no podría identificar, mientras trataba de entender por qué me estaba ocurriendo eso precisamente a mí, una y muchas veces me dije que José, mi José, subteniente del Ejército Mexicano, llegaría en algún momento por mí, al frente de un pelotón, para rescatarme de esos malnacidos.

Pero mi José no llegó nunca.

Tampoco el ejército, la policía federal, la estatal o la municipal. Y mucho menos Dios.

Durante cerca de diez días (¿fueron diez días o más?), fui torturada, violada, vejada. Me exigían que les dijera cuáles eran los planes de La Familia, el cártel michoacano al que suponían yo pertenecía, y los de los “otros” que habían llegado o estaban a punto de llegar. Supe entonces que mis captores eran los Zetas, que un individuo llamado Honorio Abel Lara Ruiz, comandante de la policía local, les había asegurado que yo pertenecía a la organización rival, que formaba parte de la avanzada y que más tarde o más temprano les arrebataríamos la plaza.

Excepto que había nacido en Michoacán, nada de eso era verdad.

Y así se los dije. Una, diez, cien, un millón de veces. Pero no me creyeron. Yo era culpable desde el momento en que el tal Honorio Abel Lara Ruiz, un policía corrupto, miserable e imbécil, decidió que lo era por haber nacido en Michoacán y, quizá, por ser esposa de José.

Hubo un momento en el que me convencieron de que era culpable. Un momento en el que negué haber nacido en Michoacán, en el que culpé a mis padres, a José, a Dios, a todos. Un momento en el que aborrecí, más que ser originaria de Michoacán, haber nacido en México.

“¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Qué fue lo que hice para merecer esto?” Excepto el sonido de mis lágrimas resbalando por mis mejillas, un rumor tan violento que me pareció el de un río enfurecido desbocándose en el mar, no escuché nada parecido a una respuesta.

Un día vinieron por mí para mostrarme la fosa en la que enterrarían mi cuerpo. Una a una conté las paladas que dieron queriendo aferrarme de ese modo a la vida, como si en ese conteo cebara una esperanza que ya no tenía y que de alguna manera me conducía a la liberación.

Un instante antes de morir pensé en mi madre, en mi hermano, en José, en Michoacán. Luego, repentinamente, dejé de existir.

Mi cuerpo se habría perdido, mi identidad, todo lo que fui durante 19 años, de no ser porque mi madre decidió buscarme en contra de todo y contra todos.

Con la tenacidad, el coraje y la entereza de los seres extraordinarios, mi madre enfrentó a la policía, al ejército; se enfrentó con mis captores y asesinos, con sus cómplices, con funcionarios corruptos, de todos los niveles, y poco a poco y arriesgando su vida, dio con mi cuerpo sin que al hacerlo tuviese la certeza de que me pertenecía.

Mi madre pidió ayuda entonces al Equipo Argentino de Antropología Forense, gente especializada en encontrar fantasmas, en hablar con los muertos, porque desde hace muchos años se dieron a la tarea de encontrar a 30.000 personas que, como yo y repentinamente, desaparecieron de una ciudad llamada Buenos Aires.

En el tejido de mis restos, en lo que quedó de mí tras haber sido torturada, violada, mutilada y asesinada, aparecieron las huellas de los genes de mi madre.

Hoy, mañana o pasado seré enterrada en el Puerto de Lázaro Cárdenas, en Michoacán. Una lápida de cemento cubrirá lo que queda de mí. Eso y una cruz. Y entre una y otra se hallará grabado ni nombre: Yahaira Guadalupe Bahena López.

La prueba indivisible y contundente de que yo fui alguien, que tuve una vida. De que gracias a Margarita López, mi madre, al fin puedo descansar en paz.