Soy una canción de Los Beatles

Por ANDRÉS TAPIA

El 1 de febrero de 1964, la canción “I Want To Hold Your Hand” de The Beatles, alcanzó el puesto número 1 en las listas de popularidad de los Estados Unidos. Fue el primer sencillo del grupo inglés en alcanzar dicha posición y el que a la postre les granjearía la conquista del mercado estadounidense.

La canción había ingresado en los charts el 18 de enero en el sitio número 45. Trece días más tarde, a ritmo de 4/4 y en C Major, cuatro chicos oriundos de Liverpool habían establecido una cabeza de playa en un país todavía convulsionado por el asesinato de John F. Kennedy. Con los modos de un heraldo, “I Want To Hold Your Hand” encabezó la que a la postre sería llamada la British Invasion.

Mi padre tenía entonces 18 años; mi madre 13. No se conocían en ese tiempo e ignoraban que alguna vez lo harían. Por supuesto: tampoco conocían a Los Beatles.

Mis padres descendían de familias de clase media y por ello eran manipulados por la clase gobernante de México, el país en el que nacieron. Privaba entonces un novedoso concepto en los Estados Unidos: el culto a la imagen y la publicidad, argumentos esgrimidos por el naciente establishment, y ese culto era el estandarte del capitalismo en los momentos más álgidos de la Guerra Fría. México, el vecino del sur, en aras de su propio desarrollo, tendría que seguir la senda marcada por el país que inventó el rock ‘n’ roll, so pena de bailar eternamente un vals anacrónico y predecible.

El rock ‘n’ roll era entonces un ritmo frenético que sugería movimientos de baile que dependían del centro de gravedad de cualquier persona: las caderas. En tanto en esa parte del cuerpo humano se hallan localizados los genitales de hombres y mujeres, agitarlos suponía la más infame de las provocaciones.

Pero esa ya era una historia vieja para entonces: en tanto Elvis Presley, un jovencito nacido en el Delta del Mississippi, se había encargado de irritar y descentrar a la siempre conservadora e hipócrita sociedad estadounidense, que cuatro chicos británicos de pelo largo –que en modo alguno se movían mientras interpretaban sus canciones– “agitasen” a la juventud con su música, no parecía entrañar peligro alguno.

Un testimonio recogido en los primeros días en que “I Want To Hold Your Hand” sonó en los Estados Unidos, parece dar la clave acerca de la revolución que perpetraron Los Beatles.

Sanda Stewart, una chica estadounidense que en la primavera de 1964 tenía 15 años, relató: “Un día que fui de compras con mi madre, repentinamente empezó a sonar “I Want To Hold Your Hand” en el estéreo del auto. ¡Qué sonido más singular! Y nunca he dejado de pensar en ello. Ninguna canción ha tenido tal efecto en mí. Y debo decir que algunas otras chicas de mi escuela reaccionaron de la misma manera. Habíamos visto a Los Beatles en fotos y coincidimos en que eran feos. Su música, empero, era fantástica”.

Para paliar los desvaríos inmorales de las caderas de Elvis Presley y sus efectos en la juventud, el gobierno de los Estados Unidos envió al Rey Criollo a cumplir el servicio militar a Alemania. Para hacer lo propio, el gobierno de Adolfo López Mateos en México permitió la llegada del rock ‘n’ roll… pero le limó las garras al tigre: chicos de buen pasar y de buenas familias, los cantantes y actores Enrique Guzmán y Angélica María, por ejemplo, serían los encargados de introducir ese ritmo a México. Asépticos, correctos y con un ingenuo dejo de rebeldía, harían bailar y soñar a los jóvenes mexicanos con el mismo ritmo frenético de los 4/4, aunque deliciosamente aletargado con líricas sosas, bobas e inofensivas.

A mediados de la década de 1960, mi padre peinaba su cabello para tener el copete de Elvis y Enrique Guzmán; mi madre, por su parte, usaba faldas de crinolina como Las Supremes y Angélica María.

Cuando el 7 de febrero de 1964 Los Beatles arribaron por primera vez a América, en el aeropuerto JFK, de Nueva York, un periodista les preguntó: “¿Son ustedes los Elvis británicos?”. Ringo Starr, el más discreto y opaco de Los Beatles, mientras se contoneaba frenética y sarcásticamente a la manera de Elvis, respondió: “No es verdad, no es verdad”.

Después de eso pasaron dos años. Los Beatles conquistaron a los Estados Unidos y al mundo (también a mis padres); John Lennon dijo que ellos eran más populares que Cristo y el mundo (bah, en realidad sólo los Estados Unidos) les dio la espalda por un momento hasta que, el 29 de agosto de 1966, en el estadio Candlestick Park de San Francisco, California, Paul, John, George y Ringo ofrecieron el que fue su último concierto masivo.

Ese mismo año, en algún momento del otoño, en ocasión del cumpleaños número 16 de mi madre, mi padre se presentó en la casa de mis abuelos sin haber sido invitado a la celebración. “Vengo a la fiesta de Teresa”, dijo con voz trémula; mi abuela, simplemente, le franqueó el paso.

Aislado en un rincón, bebiendo coca-cola, mi padre pasó aquella fiesta contemplando embebido a una joven –una niña todavía– de piel cobriza y cabello castaño oscuro. Luego se marchó.

Un poco más tarde –en mayo de 1967, justo cuando el álbum Sergeant Pepper Lonely Hearts Club Band fue lanzado mundialmente–, mi padre obsequió a mi madre un disco de 45 revoluciones en cuya cara A se leía: “Michelle”. Nueve meses después, en punto de las 11:30 horas del 12 de febrero de 1968, en el Centro Médico de la Ciudad de México, un niño que sería llamado Andrés, Andresito, Andresillo, Andy, Andrés Mauricio, Tapia, inhaló por vez primera oxígeno. Y comenzó a vivir.

Es la tarde del domingo 26 de enero del año 2014, han pasado casi 46 años de todo aquello. En la televisión, Paul McCartney y Ringo Starr, únicos sobrevivientes de Los Beatles, interpretan “Queenie Eye” en la ceremonia de entrega de los premios Grammy.

No me doy cuenta, al menos no del todo, pero en mi imaginación –no sé si en mi memoria– viajo de regreso en el tiempo y vuelvo a ser adolescente, niño, bebé, neonato y nonato, me reduzco en una placenta a ser tan sólo un par de células y luego desaparezco para ser un sueño, una idea absurda y romántica, una pulsión animal y luego nada. Nada.

Y justo cuando soy nada, y ni siquiera me imagino, “I Want To Hold Your Hand” suena en algún lugar de los Estados Unidos. El que será mi padre tiene entonces 18 años; la que será mi madre apenas 13. No se conocen todavía.

Si lo pienso un poco… soy una canción de Los Beatles.