Lio, Diego, Batman y aquel chico de Corrientes

Por ANDRÉS TAPIA

Las palabras suelen traicionar. La infancia también.

Guardo en la memoria, como un tesoro, el recuerdo y el diálogo entre un niño y un hombre joven en una tienda de cómics en Buenos Aires, Argentina, que ojalá aún exista en la calle de Corrientes.

Es el otoño de 2001, un mes antes de los “cacerolazos” en Argentina y casi uno después del 11 de septiembre en Estados Unidos. El chico llega corriendo, de la mano de su padre, y así, corriendo, se dirige hacia uno de los vendedores. De botepronto, sin decir hola, le pregunta: “Decime… ¿por qué Bane le rompió la espalda a Batman si Batman es invencible?”.

El hombre joven se sorprende, se mesa los cabellos, sonríe. Y responde: “¡Qué momento!”. A punto de responder, acaso consciente de las implicaciones de su respuesta, se contiene, se acaricia la barbilla, dirige su mirada al suelo… “Mirá… en ese momento Batman había peleado con todos sus enemigos, llevaba un mes sin dormir, comiendo poco o nada. Y estaba cansado, muy cansado. Bane había liberado a todos los villanos precisamente para eso: para que Batman estuviese muy débil cuando lo enfrentase. Fue por eso que le rompió la espalda”.

“Pero se va a curar, Batman se va a curar… ¡decime que sí!”.

“Eso no lo sé”, respondió el vendedor. “Pero, como vos, quiero creer que sí”.

Lionel Andrés Messi Cuccittini tenía nueve años –la misma edad de aquel chico que conocí– cuando se enamoró. Nueve años y una deficiencia de somatotropina, la hormona responsable del crecimiento de los seres humanos. Pero entonces ni él ni sus padres lo sabían.

De lo que sí estaban conscientes era de que poseía un don quizá no tan extraordinario: patear y conducir una pelota como si ésta estuviese atada a sus pies. Lio jugaba entonces en las divisiones inferiores del club de fútbol Newell’s Old Boys de Rosario, su ciudad natal.

Ahí Messi tenía un amigo, Lucas Scaglia, y éste una prima, Antonella. Concluían los partidos y Lio se marchaba a casa de Lucas a celebrar un asado. Todo era simple y pueril hasta que un día apareció Antonella, aquella mina.

La vida pasaba como si nada: colegio, domingos de fútbol, la casa de Lucas. Pero Lio, repentinamente, dejó de crecer. Cuando los doctores anunciaron a Jorge Horacio y Celia María –los padres de Messi– que su hijo podría ser un adulto de no más de 1.50 metros, lo que menos imaginaron es que un día se convertiría en un gigante.

Se le recetó un tratamiento costoso que puso en serios aprietos la vida familiar de un obrero calificado y una afanadora. Tanto que, un día, Jorge Horacio comenzó a pensar en España. Los Messi Cuccittini tenían ahí familia, y también la esperanza de que un club de fútbol se hiciera cargo de los gastos médicos de su hijo que ni el Newell’s Old Boys, ni el oportunista River Plate ni ellos mismos podían solventar.

Con 13 años Lio y su padre se marcharon a Barcelona, España, a probar suerte con el equipo de esa ciudad. Acaso el chico se despidió con un abrazo de su amigo Lucas, mientras detrás de la cortina de una ventana aquella mina, Antonella, reprimía un llanto feliz que de cualquier modo no podía comprender.

Cuando los entrenadores del Fútbol Club Barcelona vieron por primera vez jugar a Lio, poco les importó que pareciera un enano. “Pagaremos el tratamiento de su hijo si se muda a Barcelona”, le dijeron a su padre. Un par de meses después, La Sagrada Familia de Gaudí, les recibió con sus modos irreales.

Lo que sigue después lo saben todos. El mejor futbolista después de Maradona y antes de Pelé –en ese orden y por designio argentino–, porque el chico “enano” no deslumbró al mundo como sí lo hizo Pelé en su primera Copa Mundial, y no cargó con el equipo y no se convirtió en Dios como si lo hizo Maradona en México.

Alejado de Argentina, de la profunda, crónica y probablemente eterna crisis económica y política que vive ese país, el enano gigante no parecía argentino –como sí Maradona–, porque sus pies no se enfangaban con el lodo que Diego acumuló –y se sacudió– en sus zapatillas al llegar al Olimpo el año de 1986.

Aterrenales, extraterrestres, cósmicos, los goles de Lionel Messi con el Barcelona no parecían de este mundo. Ausentes, comunes o simples con la Selección Argentina, no lo emparentaban con la tristeza y rabia del país austral que sobrevivió a una dictadura a costa de 30,000 desaparecidos, que transitó a una democracia a partir de una guerra propiciada por sus propios asesinos, y que halló en una victoria tramposa –por la mano de un dios de barro y de barrio, por su genio también, sin duda, pero sin olvidar su miseria y las tramposas y ególatras arbitrariedades de su mente–, una victoria fútil que no la convirtió en la gran potencia sino apenas en una anécdota feliz embarrada de mentiras.

Hace un año, quizá más, en una provincia de México que hoy es la definición exacta de un estado fallido, un chico de 11 años llamado Juan me dijo –con mocos en la cara, una gorra vuelta de revés, la miseria en el cuerpo y la esperanza desgarrada en los ojos–: “Sueño con ser Messi”.

¿Alguien sueña hoy con ser Maradona? Aquellos que estén libres de pecado, enciendan esta noche una vela por Messi.

Juzgado acremente por haberse marchado de Argentina con muy pocos años, por no haber jugado en Boca, en River, en San Lorenzo, en Huracán, por no haber ganado ya la Copa del Mundo –aunque todavía tiene la edad que tenía Maradona cuando lo hizo–; por no ser arrogante, carismático, rebelde, pícaro y tramposo, Lionel Andrés conserva, empero, el acento rosarino, la identidad argentina, la lealtad por su infancia.

Aquella mina, Antonella, la prima de Lucas, su amigo de la infancia, es hoy su esposa y madre de su hijo Thiago. ¡La puta que me parió! Una historia de amor de 18 años de antigüedad, originada en la infancia, que no se ha corrompido por el éxito, por el poder, por el dinero… Y con la vehemencia pueril de un niño que quiere anotar un gol, espero que no se corrompa tampoco por ganar la Copa del Mundo.

Porque creo en la honestidad, en la decencia, en la lealtad y en los seres comunes que parecen enanos y un día le demuestran al mundo que la estatura es sólo una circunstancia, hincharé por Lionel Andrés Messi Cuccittini, ese niño-adulto, ese gigante-enano de casi 27 años que por alguna extraña razón de la memoria me recuerda a un chico que conocí el otoño de 2001 en Buenos Aires.

Un chico que le preguntó a un hombre si un héroe de ficción volvería.

Un héroe que se enamoró de una niña a los nueve años.

Un gigante-enano que hoy, todavía, en las postrimerías de la vigésima Copa del Mundo que se ha celebrado en el planeta Tierra, sigue enamorado de su país, de su acento…

De Antonella.