Por ANDRÉS TAPIA
La memoria no sólo es una “facultad psíquica por medio de la cual se recuerda y se retiene el pasado” (RAE dixit), es también el conjunto de archivos, información, imágenes u objetos que los seres humanos suelen guardar para retener al pasado. Es una fotografía, una escultura, una piedra tallada o un pétalo de rosa escondido entre las páginas de un libro. Es todo eso y también un álbum de cromos que alguna vez coleccionó tu padre.
Hasta hace algunos años, la memoria todavía formaba parte de los activos terrenales de la humanidad. Bibliotecas, hemerotecas, centros de imágenes y archivos, eran sitios que era imperativo visitar si se pretendía averiguar de tal o cual tema.
A finales de la década de 1980, pasé un verano completo entre los estantes de la Biblioteca Benjamín Franklin (propiedad de los Estados Unidos) que se localiza en la Colonia Juárez de la Ciudad de México. Realizaba una investigación sobre la vida y la obra de Edgar Allan Poe, y sólo en ese sitio podían hallarse sus obras completas, así como las más exhaustivas biografías que, hasta entonces, se habían escrito sobre el más aterrenal de los poetas malditos.
Para localizar un libro, había que hurgar en un archivero compuesto por miles de fichas bibliográficas signadas con números y letras. Éstos y éstas te conducían a un pasillo, a un estante. Y, al final, al volumen que buscabas.
Israfel, The Life and Times of Edgar Allan Poe, de Hervey Allen, es todavía considerada la mejor biografía que se ha escrito sobre el escritor estadounidense. El verano de 1987 hallé la ficha del libro, pero al buscarlo en su estante éste no estaba ahí: alguien había “olvidado” devolverlo. Debo confesar ahora que yo también olvidé hacerlo con tres volúmenes: The Grass Harp (Truman Capote), Antología de la Literatura Estadounidense del Siglo XX y The Shipping News (E. Annie Proulx), libros que aún conservo y por los cuales me hallo en la lista de los más buscados de la Biblioteca Benjamín Franklin.
Han pasado 27 veranos de todo aquello. Y nuestras formas de recordar y retener al pasado han cambiado radicalmente.
En una región montañosa de North Carolina, Estados Unidos, las compañías Google, Apple y Facebook han emplazado, por razones de logística y costos, sus centros de datos y servidores. No es el único lugar. Google, por ejemplo, tiene servidores en cinco ciudades más de los Estados Unidos, así como en Saint-Ghislain, Bélgica, y en la capital de Irlanda, Dublín. Tales servidores y centros de datos, así como los de otras compañías transnacionales, albergan hoy el concepto denominado “la Nube”, que no es otra cosa que el nuevo nombre que la humanidad ha asignado a la memoria.
Por los maravillosos (y a la vez perversos) designios de Steve Jobs, Mark Zuckerberg, Bill Gates, Jeff Bezos, Larry Page, Sergey Brin y demás neorevolucionarios, la música que hoy escuchamos; los libros, revistas y periódicos que leemos; las fotografías que tomamos; los videos que grabamos y observamos; así como las relaciones que establecemos con otros habitantes del mundo, “ascienden” a la nube y se convierten en un haber colectivo, en un archivo instantáneo e impensado, en una suerte de patrimonio de la humanidad que, por alguna extraña razón, aún la UNESCO no ha reconocido como tal.
Dicha memoria –cercana en su concepción, pero distante y fría en cuanto a sus modos– es incapaz de suplir la carga emotiva que poseen los objetos, particularmente aquellos que en su origen fueron elaborados en plástico, cerámica o papel. Y hagamos aquí una distinción: el arte, como tal, si bien también presupone memoria, se preserva por lo extraordinario de su carácter y naturaleza, mas no precisamente por motivos de recordación.
Un cuento de Edgar Allan Poe trasciende el material en el que se halle inscrito y desciende, como una nube, sobre toda la humanidad. El papel, la tinta, los manuscritos originales de sus obras, empero, suponen la verdad, apuntalan la leyenda y constituyen la prueba irrefutable de que un escritor atormentado y brillante existió alguna vez.
Lo que hoy enviamos a la nube podría ser una mentira, una invención, un cuento fantástico creado por nosotros mismos. Y seguramente hay mucho de eso allá arriba. Lo que aún permanece en bibliotecas, hemerotecas, centros de imágenes, archivos –aunque hoy sean sitios desolados y en abandono– es la evidencia de que no soñamos nuestro pasado: éste alguna vez existió.
No existe documento alguno en la Nube que pruebe la existencia de mi padre. En mis archivos personales, en cambio, cuento con muchas fotografías suyas, su acta de defunción, un libro que me dedicó alguna vez, un teléfono celular que hoy luce como un animal mitológico, unos anteojos rotos y algunas cartas. Y diría que esa es toda la memoria que tengo de él. Pero conservo algo más.
Una investigación reciente realizada por la periodista argentina Irene Savio, quien forma parte de la plantilla de colaboradores que trabajan en la revista que dirijo, me devuelve al pasado. Irene visita la fábrica de cromos de Panini Group en Módena, Italia, y consigue algunas imágenes históricas. Entre ellas, la portada del primer álbum internacional de cromos de los mundiales de fútbol.
Es, quizá, 1974, y mi padre me muestra su álbum de cromos. Está incompleto pero yo lo hallo fascinante. Tengo, tal vez, seis años y observo las estampas de Pelé, del portero de la Selección Mexicana, Nacho Calderón, del equipo de Marruecos. El álbum está patrocinado por la compañía mexicana Bimbo.
Una avalancha de recuerdos se desborda en mi cabeza. Papá vuelve a casa de madrugada todas las noches. Por la mañana, en algún sitio, descubro un hatajo con sobres llenos de cromos. A veces son de futbolistas; otras de un programa japonés de televisión; algunas más de luchadores mexicanos; las menos de un álbum de la historia de México.
Hace unas horas, mi hermano Pablo se apersonó en mi casa. De su mochila extrajo un hatajo de cromos del álbum Panini 2014, y durante cerca de dos horas no sólo cambiamos y pegamos, en silencio, estampas de futbolistas. También, y por ese brevísimo instante, volvimos a ser niños y honramos la memoria mi padre.
Papá murió en la ciudad de Guadalajara en el año 2002. Vivía solo y sufrió un infarto masivo al corazón. Avergonzado y culpable, nos había abandonado unos 20 años atrás. Sus vecinos lo hallaron por el hedor que despedía su cuerpo en descomposición.
Un par de meses después de su muerte, la policía de Guadalajara me franqueó el paso a su apartamento. En el sitio en que se halló su cuerpo, decenas de gusanos se alimentaban aún de los restos de su vómito y sangre. No es esa la imagen que mi memoria retiene de él.
En un estante en el que había juguetes, fotografías, libros, hallé cientos de cromos de álbumes de fútbol, de series de televisión, de películas…
La nueva memoria de la humanidad es un concepto de ideas dispersas que hoy ascienden a un lugar llamado Nube. La vieja memoria es un conjunto de objetos, papeles, fotografías, del que hoy todo el mundo se deshace.
Tengo cuatro álbumes de Panini: Japón-Corea 2002, Alemania 2006, Sudáfrica 2010, Brasil 2014. Los tres primeros están incompletos. Del último aún me resta conseguir 84 cromos.
Esta vez, papá, te juro lo completaré.