Por ANDRÉS TAPIA
En la película Enemy at the Gates (Jean-Jacques Annaud, 2001), el comisario Danilov, personificado por Joseph Finnes, responde a Nikita Khrushchev (Bob Hoskins) cuando éste pide sugerencias a sus generales para dar una lección a las desmoralizadas tropas soviéticas en Stalingrado: “Démosles esperanza”.
Khrushchev, que hasta ese momento sólo había escuchado sugerencias de fusilamiento y deportación a los Gulags, se muestra interesado en las palabras de Danilov.
“Aquí la única opción que tienen los hombres tiene lugar entre las balas de los alemanes y las nuestras”, continúa Danilov. “Pero hay otro camino: el camino del coraje. El camino del amor a la Madre Patria. Debemos publicar nuevamente el periódico del ejército. Debemos contar historias extraordinarias, historias que exalten el sacrificio, la valentía. Debemos hacerles creer en la victoria. Démosles esperanza, orgullo, deseos de luchar. Sí, por supuesto, necesitamos algunos ejemplos, pero que sean ejemplos a seguir. Lo que necesitamos… son héroes”.
Para que tengan sentido y supongan ejemplo, las hazañas de los héroes deben ser cantadas y contadas. Sin esta narrativa es imposible construir los mitos.
“México entona alabanzas a su portero”, titula The New York Times la nota que refiere el desempeño que Guillermo Ochoa, arquero de la Selección Mexicana de Fútbol, tuvo frente al equipo brasileño, al impedir de manera prodigiosa, improbable y heroica al menos cuatro goles.
El diario Reforma de la Ciudad de México, alude irónicamente a una “gesta” pasada, protagonizada por Diego Armando Maradona, cuando bajo el titular “Las manos de Dios” se refiere a la imbatibilidad de Ochoa.
“Ochoa, el titán que frenó a Brasil”, es el título, casi Homérico, con el que el diario español El País define la actuación del portero mexicano.
En griego homérico, la palabra héroe (herōs) significaba hombre aristocrático, pero con el devenir del tiempo su significado cambió a “hombre muerto” cuya vida o inusual forma de morir, le convirtieron en objeto de culto y adoración. Hoy en día la palabra refiere la figura de alguien ilustre y famoso por sus hazañas o virtudes.
Guillermo Ochoa no es un hombre aristocrático, tampoco está muerto y, sin embargo, hoy es lo más cercano a un héroe que tiene México.
Como nunca en mucho tiempo, el déficit de esperanza que México acumula, por más que las reservas del Banco Central refieran lo contrario, se ha diluido y hoy registra un balance positivo.
Como cualquier otro deporte, el fútbol es un catalizador de héroes, pero dada su popularidad en el mundo, las hazañas que en él tienen lugar rivalizan con las gestas que se hallan contenidas en La Iliada y La Odisea.
Derrotada Alemania y hecha pedazos tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en tan sólo nueve años y en plena reconstrucción, la Selección de fútbol de ese país consiguió el Campeonato del Mundo en el Mundial de Suiza 1954. Esa Alemania tuvo dos héroes: Toni Turek, el arquero alemán, que detuvo los embates de Ferenc Puskás, y Helmut Rahn, el delantero que consiguió el gol de la victoria.
Humillada por un conflicto bélico en el que fue arrasada, y en plena transición tras la dictadura militar, la Argentina de Bilardo, derrota a la Inglaterra de Tatcher y más tarde a la Alemania de Kohl para alzar la Copa del Mundo en el Estadio Azteca. Hay un solo héroe: Diego Armando Maradona.
La Gran Recesión de 2008, que entre muchos países hunde económicamente a España, no basta para mermar la ambición de la Furia Roja que se corona en Sudáfrica 2010. Nuevamente hay dos héroes: Iker Casillas, que detiene un disparo a quemarropa a Arjen Robben, y Andrés Iniesta, que anota el único gol del partido.
En el segundo juego de la fase de grupos que enfrentó a Brasil contra México, el resultado es un empate conseguido por las milagrosas intervenciones de Ochoa, pero que no define la clasificación de ninguno de los dos equipos a la fase siguiente.
Guillermo Ochoa, empero, ingresa al pantheon de los héroes nacionales.
La guerra que enfrentó a México con los Estados Unidos en 1847, y que culminó con el reconocimiento de la Independencia de la República de Texas y la pérdida de Nuevo México y la Alta California, derivó, entre otras cosas, en la creación de un mito que hasta hace algunos años se repetía como un mantra en las escuelas de educación primaria y secundaria de México: un grupo de cadetes, niños, del Colegio Militar, murieron defendiendo el honor del país. Uno de ellos, Juan Escutia, contemplando cómo la toma del Castillo de Chapultepec resultaba inevitable, tomó una bandera y se arrojó al vacío, impidiendo con ello que el enemigo se hiciese con ella.
Mancillada la soberanía del país, había que “darle esperanza”, y si no esperanza, cuando menos dignidad. Fue necesario entonces crear una historia, un héroe, alguien que exaltase el sacrificio y la valentía. Ese alguien fue Juan Escutia, que ciertamente murió en el combate, pero no de la manera en que durante muchos años se consignó en los libros de historia.
“Mostradme un héroe, y yo les escribiré una tragedia”, escribió alguna vez Francis Scott Fitzgerald. En México existía la tragedia, no el héroe: el orden del sujeto y el sustantivo no altera el significado del verbo.
México es un país que carece de héroes y consecuentemente de hazañas. Unos y otras son necesarias para forjar no sólo el deseo de la victoria, sino la consecución de la misma. Sí, al igual que el ejército ruso en Stalingrado, “necesitamos algunos ejemplos, pero que sean ejemplos a seguir. Lo que necesitamos… son héroes”.
No hay demérito alguno en la actuación del héroe Guillermo Ochoa, pero la trascendencia de la misma aún está por verse. Mal y flaco favor le hacen aquellos que lo incorporan a un pantheon cuando la guerra aún no ha concluido.
De otro modo, cuando la historia tenga que ser reescrita, hallaremos que incluso la derrota más digna es al fin derrota. Y envolverse en una bandera y arrojarse al precipicio, tan sólo un discurso nacionalista y florido.