El día que Jack the Ripper conoció a Denise Richards

Por ANDRÉS TAPIA

“One day men look back and say that I gave birth to the 20th Century”.

Sir William Gull / Jack the Ripper (en la novela gráfica From Hell de Alan Moore)

Una noche de mayo del año 2009, me perdí con una amiga en las calles del barrio londinense de Whitechapel. Paty Islas y yo –y cerca de 30 personas más que se reunieron en la salida número 4 de la estación del subterráneo Aldgate East–, caminamos por espacio de dos horas por calles y callejones sucios y carentes de todo atractivo o glamour. Su atractivo, empero, era justamente ese. En esas calles ordinarias y simples, 121 años atrás un hombre que hoy es conocido como Jack the Ripper, asesinó, según la historia oficial, a cinco mujeres –aunque es probable que hayan sido siete.

No era mi primera vez en la ciudad: había visitado muchas veces Londres. Nunca, sin embargo, por una u otra razón, había podido tomar el tour de Jack el Destripador, un hombre que acaso tenía conocimientos de medicina o anatomía, que degollaba prostitutas, las mutilaba y, en algún caso, les extraía los órganos.

Mi primer contacto con Jack the Ripper ocurrió en mi infancia. En un libro llamado El gran libro de lo asombroso e inaudito, publicado por Selecciones Reader’s Digest, leí y conocí la historia de quien habría de convertirse en el arquetipo por excelencia del asesino serial.

El texto de aquel libro era apenas una viñeta, aunque suficiente para hacer estremecer a un niño. Asesinar a alguien me pareció monstruoso; que hayan sido cinco mujeres resultaba insoportable. Lo que me escandalizó más, empero, es que el asesino nunca fue atrapado.

Hijo de Edgar Allan Poe en lo literario, y habiendo leído con anterioridad “Los crímenes de la Calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”, me pareció inconcebible que nadie hubiese llamado al Chevalier Auguste Dupin para investigar el caso y detener al asesino. Pero yo tenía entonces alrededor de ocho años e ignoraba que, para el momento en que Jack the Ripper conmocionó con sus crímenes a Whitechapel y a toda Londres, Edgar Allan Poe llevaba 39 años muerto y Auguste Dupin era tan sólo un personaje de ficción.

No lo recuerdo con certeza, pero creo que el niño que fui se juró que en el futuro averiguaría quién fue Jack the Ripper. Y que algún día le entregaría las pruebas a Scotland Yard.

Por supuesto, no fui el único: a la historia le sobran sabuesos sin pedigree hambrientos de gloria. Pero excepto algunos huesos extraídos de los cementerios comunes de la imaginación, nadie pudo jamás presentar evidencia suficiente y contundente acerca de la identidad de Jack the Ripper… hasta el día de ayer.

Russell Edwards, un empresario británico, publicó ayer el libro Naming Jack the Ripper, en el que a partir del hallazgo y la compra de una chalina que perteneció a Catherine Eddowes, la cuarta víctima canónica del asesino, y la segunda mujer que asesinó la madrugada del 30 de septiembre de 1888, parece haber descifrado uno de los más grandes enigmas de nuestros tiempos.

Edwards, un detective aficionado y “de salón”, según sus propias palabras, se hizo de la prenda luego de haber asistido a una subasta en la que la chalina no fue rematada. Con la ayuda de Jari Louhelaienen, un experto en genética y a la vez forense de la John Moores University en Liverpool, consiguió aislar algunas manchas de sangre y semen que aparecían en la chalina, y extrajo unas muestras de ADN que comparó con otras provenientes de una de las descendientes de Eddowes, y con una descendiente directa de una de las hermanas del probable asesino.

En el caso de la descendiente de Eddowes, una mujer llamada Karen Miller, las pruebas fueron casi conclusivas (92 por ciento de correspondencia). Sin embargo, en lo tocante al asesino, la comparación arrojó una correspondencia del 100 por ciento. El nombre, pues, de acuerdo a la investigación emprendida por Edwards y Louhelaienen, de Jack the Ripper, es Aaron Kosminski, un inmigrante judío que habría llegado con su familia a Londres el año 1881.

El nombre de Aaron Kosminski no es un hallazgo. Un memorándum escrito en 1894, seis años después del llamado Otoño del Terror por Melville Macnaghten (asistente del jefe de la London Metropolitan Police), señalaba a tres sospechosos: Montague Druitt, el primero; Michael Ostrog, el tercero; y Kosminski (el segundo y sin mencionar su nombre de pila): “Un judío polaco que vive en Whitechapel”.

La investigación de Edwards y Louhelaienen, empero, no ha sido sometida a una “evaluación de pares”, es decir, a una segunda opinión. Por lo tanto, no es concluyente (amén de que hablamos de una prenda de 126 años de antigüedad que pasó de mano en mano y no fue conservada de la mejor manera).

Sin embargo, se trata de la evidencia científica más contundente –aunque al final del día fuese falsa– de la que se dispone hoy en día para identificar a Jack the Ripper. El resto, por muy lógicas y seductoras que sean, son apenas especulaciones, hipótesis y teorías que se fundamentan en testimonios, coincidentes muchos de ellos, pero no en pruebas periciales que hayan pasado por el rigor del método científico.

¿Han descubierto al fin Russell Edwards y Jari Louhelaienen la identidad del asesino serial más mítico y elusivo de toda la historia? Es muy pronto para decirlo. Por ahora recomiendo la lectura de Naming Jack the Ripper, (Sidgwick & Jackson, Londres, 2014) disponible a partir de ayer en librerías en línea (hoy solamente en idioma inglés). Ya veremos en los próximos meses, a partir de los análisis científicos que seguramente se harán a la chalina perteneciente a Catherine Eddowes, qué dictamina la ciencia.

Pero no es, llegado este momento y por paradójico que parezca, la identidad de Jack the Ripper lo que a mí verdaderamente me preocupa.

Lo que me preocupa, a 126 años de perpetrados los crímenes de Jack the Ripper, es que en México la policía, los estados, los investigadores y el gobierno federal en su conjunto, son incapaces de conducir investigaciones científicas, lógicas y contundentes para identificar, detener y castigar a ladrones, violadores, secuestradores, asesinos y narcotraficantes. Y si por alguna ignota, desconocida y absurda razón lo son, entonces no comprendo porque son incapaces de mostrar los resultados obtenidos tal y como el idealista, romántico y empecinado Russell Edwards ha hecho con su libro.

Luis Donaldo Colosio, José Francisco Ruiz Massieu, Paulette Gebara, las masacres de San Fernando, Tamaulipas, el secuestro y asesinato de Fernando Martí, de Hugo Wallace, por mencionar sólo un puñado de casos, son crímenes cuyos responsables no han sido apresados o cuyos probables responsables parecen inocentes o fabricados.

Jack the Ripper –haya sido Aaron Kosmisnki, Francis Tumblety, Montague John Druitt, Sir William Gull, Lewis Carroll, Michael Ostrog y todos los demás y los que falten–, ha sido perseguido a lo largo de 126 años y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. En México, en cambio, el asesino, el violador, el secuestrador, el pederasta, es apenas un infractor cuyos crímenes acaso rivalizan con una infracción de tránsito. Y por ello nunca será capturado.

Ayer conté a mi querido amigo, José Ramón Huerta, de la ocasión en que viajé a Los Ángeles, California, para entrevistar a la actriz Denise Richards, una mujer que a él lo vuelve loco. Esta mañana me encuentro con la noticia de que Jack the Ripper ha sido presumiblemente identificado.

Recordé entonces que hace cinco años, a propósito de mi viaje a Londres en el que al fin hice el tour de Jack the Ripper, escribí una crónica para la revista GQ titulada “Whitechapel: el barrio que sobrevivió a su asesino”.

Mientras escribo esto busco aquella crónica en Internet: no aparece. Me obsesiono, como siempre, y revuelvo mi estudio en busca de la revista en que apareció publicada. No pasa mucho antes de encontrarla.

En la portada aparece Denise Richards.