Asesino de pacotilla

Por ANDRÉS TAPIA

Has llegado. Puntual como siempre. Aunque quizá hoy un poco más temprano. Te perseguían de nuevo, ¿no es así? Ni siquiera intentes negarlo, se te nota en la piel: reseca y poco seductora para los estándares de tu vanidad. Lo sé, es el invierno, el frío, y seguramente alguna pesadilla que te hizo despertar a mitad de la noche, que ignoraste, hasta que en algún momento del día –repentina, subrepticiamente– te golpeó con la misma fuerza con que un cuervo moribundo se estrellaría en una ventana.

¿Tropezaste? ¿Te diste de bruces contra la acera? ¿O la bocina de un auto que no advertiste te sobresaltó y desbarató tus cavilaciones? Como sea, apuesto a que en ese instante comenzaste a correr. Es por eso que llegaste antes, por culpa de los fantasmas, los fantasmas de otros, que tú has convertido en miembros exquisitos de tu corte.

Es una chica, ¿no es verdad?, te enamoraste de ella. Pero quiero estar seguro… ¿de su vida o de su muerte?, ¿de lo que podría haber sido?, ¿de lo que has imaginado sería?, ¿o de lo que absurda e improbablemente quieres que sea a pesar que nunca más será? Ése es tu problema, ¿sabes? ¡Tu imaginación! Tu excitada, histérica y fantasiosa imaginación.

Si yo fuera tú caminaría un poco más, correría un poco más, me abandonaría un poco más, pero sin el trauma de saberme perseguido por nadie y mucho menos acompañado por una comitiva de fantasmas que llegado el momento, la noche, se devuelven –como ánguilas al coral– a las heridas de tu espíritu.

¿Dime cuántos: 13, 15, 19, 21? ¿Piel blanca o morena? ¿Tenía los ojos del color de las promesas o eran negros e inciertos como el futuro? Y sobre todo… ¿quién la asesinó? Porque eso es lo que haces, ¿no es así? Pensar una y otra vez “quién y por qué”, puesto que el “cómo” siempre es explícito e implícito. Estrangulación, la mayor de las veces, acción que supone un dejo de intimidad –y poder– casi mesiánico, omnipresente, divino, que habilita al asesino para esgrimirse como vérdugo de su víctima sin necesidad de máscaras, capuchas o cualesquier otro subterfugio de humanidad y temor. La voluntad de un Dios, al fin y al cabo.

De modo que te persiguen esos ojos, sus ojos, los ojos que parecían una promesa y en un momento colapsaron al torrente de sangre que fluyendo de la cabeza hacia el cuello, el torso, el corazón, halló un dique compuesto por dos manos, diez dedos y una mirada de odio que parecía contemplar un amanecer (tan insolente y silente, tan maravilloso e improbable) con la única intención de apagarlo.

Y así fue.

Debo decírtelo ahora, o llegará un día en que quizá no me atreva: las yemas de tus dedos, tus palabras, no les devolverán la vida. Mucho menos a esa, de la que te enamoraste. Tendrías que comenzar a aceptarlo al tiempo que afilas la espada de la razón con la única finalidad de asesinar las razones. Pero, ahora que lo pienso, las razones tendrían que morir estranguladas por tus propias manos, igual que murió ella… y las demás.

¿O es que a partir de hoy y hasta el final de tus días escenificarás en tu mente el performance de la vida y la muerte como si vivir fuese un accidente fatal y morir en México una bendición?

No eres dador de vida, lo sabes bien, aunque tampoco un verdugo. Pero, si lo pienso un poco, te aproximas más al asesino que al vengador. En tu mente retorcida recreas los instantes postreros, los últimos brillos de dos soles gemelos que por algún motivo extraño, dejarán de iluminar una región conocida o ignota del universo. Tu universo. Así, en los espejos de dos retinas, adolorido como un guerrero derrotado pero no vencido, acariciarás el filo de tu espada y echarás de menos la viscosidad de la sangre que nunca has recogido ni derramado.

Y te sentirás, por un instante eterno, el más cobarde de los asesinos.

Luego volverás a mí. Y querrás usarme para pedir perdón.

Mientras colapsas no te reconozco. Mientras el vaso old fashion y su contenido ambarino se vacían, me vacío contigo. Mientras tu mente se detiene en el recuerdo de un recuerdo, en un sueño reciente pero ya olvidado, me acurruco en el humo de tu cigarrillo, en la liviandad ominosa de tus nervios e imagino –mientras cierro los ojos– el fulgor de los ojos –tu rostro encapsulado, melancólico y gris en ellos– en los que aún vives porque por el asombro de un milagro para ti no se apagan ni se cierran.

Ahora apaga el ordenador, ¿quieres?, y convéncete de una vez y por todas que la furia de la punta de tus dedos, ellos mismos asesinos de ideas y palabras, no le devolverán la vida a ninguna, a nadie, y mucho menos a esa de la que te enamoraste y a la que has dedicado, todas las noches pasadas de los últimos dos años, el retazo de un pensamiento envuelto en el celofán de un amor improbable.

Mientras cierras los ojos, tus ojos, no los de ella, yo apago la lámpara de tu mesilla de noche, no sin antes secar el sudor de tu frente y pedirte en silencio redención y templanza.

Ahora márchate. Recorre con prontitud y sigilo las calles, la sierra, los ríos y montañas de México… ella y ellas esperan en algún sitio. Ella y ellas. Y cuando al fin la encuentres, las encuentres, y tus manos abracen sus cuellos e ingenuos tus dedos pretendan hacer coincidir sus yemas con las yemas de otros e insuflar en esas marcas abominables agua, sangre, amor y vida, no despiertes llorando, no gimas y mucho menos te cubras el rostro.

Pero, si no puedes evitarlo, despiértame.

Y aunque ya lo sepas, aunque te lo haya dicho mil veces, amodorrado y furioso volveré a hacerlo, a decírtelo, a tratar de convencerte: no se puede matar a la muerte, asesino de pacotilla.