Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía JOHN COOLEY
Conduzco de regreso a casa.
Estela de Carlotto, la presidenta de la asociación de las Abuelas de la Plaza de Mayo, habla en la radio y recuerda –con su dulcísima voz de abuela– cómo fue que logró encontrar al hijo de su hija Laura Estela, secuestrada y desaparecida el año 1977 en Buenos Aires. Casi treinta y seis años de búsqueda para descubrir que un hombre llamado Ignacio Hurban, quien es director y profesor de la Escuela Municipal de Música Hermanos Rossi, es su nieto. Alejandro Franco, un viejo y adorable conocido mío, entrevista a la abuela De Carlotto para W Radio. Ellos están en la mítica Buenos Aires. Yo en la Ciudad de México con su tráfico infernal de siempre.
Detrás de la silueta de tres rascacielos que como una epidemia le han surgido a lo que otrora fue el Distrito Federal, la Luna se hace acompañar de una estrella brillantísima. Tan brillante que sé que no es una estrella. En la inexplicable coreografía del Universo, Júpiter se ha acercado como nunca a la Tierra: esa luz que no destella sino tan sólo refleja la luz del Sol –y a su modo es un sol en sí mismo– es el planeta más grande de la Vía Láctea.
Mientras conduzco mi auto de regreso a casa (mi gran amigo Roberto Castañeda llegará ahí dentro de poco), Alejandro Franco hace sonar la canción “Los Dinosaurios”, de Charlie García, un himno que rememora a los miles de desaparecidos durante la dictadura militar en Argentina. Es una melodía cercana para mí, una oda a mi propia miseria, la miseria que siento hoy en medio de la lentitud del tránsito de una ciudad invivible e insufrible.
Piso el embrague, no sé para qué: pasar del primero al segundo cambio cuando el velocímetro ni siquiera alcanza los 20 kilómetros por hora es un acto ocioso, mucho más cuando el gobierno de la Ciudad de México ha implementado recientemente un reglamento en el que conducir a más de 50 kph es un pecado que se castiga con la muerte. Por fortuna, nadie morirá: conducir a más de 40 kph en lo que hoy se conoce como CDMX es algo que gracias al iluminado alcalde Miguel Ángel Mancera nunca habrá de ocurrir.
“…la persona que amas puede desaparecer…”
El año 2001 –durante el otoño de México, la primavera de Argentina– visité por primera vez la Ciudad de Buenos Aires. Nunca lo olvidaré. El taxista que me condujo a la casa de Maricel Drazer, mi amiga y hermana argentina, apenas enterarse que venía de México me dijo: “México… ¡qué lindo! Con todos esos cantores tan inolvidables que tienen”.
Maricel me hospedó en la casa de una tía suya. La mujer me hizo una fiesta: empanadas, sodas y una torta. “¿Por qué no conseguiste el gorro mexicano, hija?”, preguntó a Maricel. El novio de la hija de la tía me abrazó como abrazan los argentinos: con la pasión de Diego anotándole un gol a Inglaterra; y me besó en la mejilla.
La tía vivía en Belgrano. En ese barrio viví por espacio de una semana. Me despertaba con café y alfajores. Ella preguntaba cosas. Yo también. Y, no sé por qué, le dije que me gustaría entrevistar a Charlie García. Luego me marché, a recorrer Corrientes, Palermo, a buscar a Borges, al fantasma de Borges. Así fue como llegué a Plaza Serrano (hoy Plaza Cortázar).
Vuelvo al presente. Una fila enorme de autos me impide llegar a casa. Pienso en mi amigo Roberto Castañeda, que quizá ya me espera; en el gobernador del estado mexicano de Veracruz, Javier Duarte, un político eróstrata y malnacido al que por una razón incomprensible el presidente de México, Enrique Peña Nieto, protege y solapa, y en un árbol que supongo y deseo aún existe en Plaza Cortázar.
“…la persona que amas puede desaparecer…”
Al volver a casa la noche del día en que dije a la tía de Maricel que quería entrevistar a Charlie García, ella me recibió con una noticia insólita: “Tenés entrevista con Charlie, a la medianoche, en el estudio de Fito (Páez)”. La tía me había conseguido, quién sabe por qué extrañas artes, una entrevista con uno de los íconos postmodernos de Argentina. No objeté ni cuestioné nada, sólo obedecí.
Cogí un taxi y acudí a la dirección que la tía había garabateado en un papel. Llamé a una puerta pesada de hierro. Y alguien respondió. Como si fuera el presidente de México, ya me esperaban.
Había pasado algo más de un mes de los atentados del 11 de septiembre, Charlie quería hablar. “¿Cómo estás, loco?”, me dijo apenas verme. “¿Van a meterse a la guerra?”.
Pasé algo más de seis horas en ese estudio, observando a Charlie mientras fumaba porro tras porro, esnifaba cocaína y recibía a chicas 30 años menores que él. Hasta que al final se cohibió y con cierta discreta elegancia, mandó despedir al periodista mexicano que le observaba.
Volví a casa de la tía cerca de las siete de la mañana. Tenía una entrevista, una crónica, había visto a Charlie García drogarse, escribir música, ensayar música, tocar música. Y, además de todo, me había despedido de su sesión.
La tarde de ese día fui a Plaza Serrano, hoy Plaza Cortázar, y bebí muchos whiskies. Y me enamoré de ese sitio: una rotonda imperfecta donde entonces y hoy los jóvenes acuden a beber y a celebrar lo que suponen –suponemos– es la felicidad. O la tristeza.
Diez años más tarde –lo recuerdo hoy a punto de llegar a casa–, volví a Plaza Serrano, a Plaza Cortázar, cogido de la mano de la mujer que más he amado en mi vida. Era la primavera argentina del año 2011, el otoño de México…
El Ulises de James Joyce ocurre a lo largo de un día. Los recuerdos y la vida pueden contenerse en algo menos que eso: un trayecto lento y absurdo de cuatro kilómetros en el que la Luna y Júpiter aparecen tan sólo para recordarte la historia de una mujer que perdió a su hija un día de 1977 y conoció a su nieto casi 36 años después.
“…la persona que amas puede desaparecer…”
El otoño de 2011, diez años después de haber pisado por primera vez la Argentina, en un árbol de la Plaza Cortázar (en otro tiempo Plaza Serrano), con la llave oxidada y rústica de un hotel, escribí dos iniciales y pensé sin pensar en el futuro. Y el futuro en ese momento era bueno, limpio y maravilloso.
Hoy quizá el futuro no sea tan optimista. En realidad no lo es.
Mientras conduzco a casa, en la caótica y corrupta y criminal Ciudad de México –no mejor ni peor que el resto de los estados que forman parte de este país de mierda– escucho a Charlie García cantar: “…la persona que amas puede desaparecer…”
El árbol de Plaza Cortázar aún existe. Las iniciales grabadas en él también.