Por ANDRÉS TAPIA
Rick Blaine no podía enamorarse de ella. No se lo permitían el despecho ni el guion de Julius J. Epstein, Philip G. Epstein y Howard Koch. Pero ni el sentimiento ni los escritores le pusieron objeciones para que la mirase, desease y sedujese, con tal de paliar el recuerdo de Ilsa, aquella mujer nacida en Noruega de la que se enamoró en París el año de 1940 y la cual lo abandonó sin darle explicación alguna.
Yvonne era, pues, la segunda, la amante de adorno, el refugio en el cual podía guarecer su corazón roto y su ego maltrecho. Y no sólo eso: en términos dramáticos Yvonne representaba el contrapunto necesario para enfatizar la pasión de Rick por Ilsa: sin ella, el tipo rudo no consigue la justificación para su carácter, la emancipación necesaria para beber un whisky tras otro, y mucho menos el aura casi poética del macho alfa abandonado que, pertrechado en el encono de su amargura, halla en esto el pretexto justo para cometer tropelías y exigir en silencio ser rescatado.
Es así que el noveno crédito del reparto de la película Casablanca (Michael Curtiz, 1942), de acuerdo a la página de Internet IMDB, pertenece a Madeleine LeBeau –Yvonne en la cinta–, una mujer que ha escapado de la Francia ocupada por los nazis para refugiarse primero en la ciudad marroquí de Casablanca, más tarde en el Rick’s Café Americain y finalmente en los brazos de Blaine, el dueño del lugar.
Yvonne (los escritores y productores de la película ni siquiera consideraron darle un apellido) no es un personaje secundario: es un personaje incidental, de apariciones esporádicas, que no mereció la pena incluir en el afiche de la segunda mejor película de la historia de acuerdo a la lista que ofrece el American Film Institute (http://www.afi.com/100Years/movies.aspx).
Con todo y eso, la secuencia más memorable de Casablanca la protagoniza Yvonne, muy a pesar de las tres ocasiones que aparece en la misma –no más de seis segundos en total– en las que se la ve bebiendo nerviosamente un Martini al lado de un oficial de las SS, cantando con lágrimas la parte final de la primera estrofa de La Marseillaise y gritando al final “Vive La France!”.
Ni Rick Blaine, que otorga el permiso a la solicitud de Victor Laszlo que pide a la banda tocar La Marseillaise; ni el propio Laszlo, que se esgrime como héroe delante de toda la audiencia en el Rick’s Café Americain –que está siendo humillada por los oficiales nazis liderados por el Mayor Heinrich Strasser al entonar “Die Watch Am Rhein”–; ni el visaje sereno de Ilsa Lund, que en ese momento vuelve a admirar a Laszlo, su esposo, el hombre al que ya no ama porque Blaine se cruzó en su camino, consiguen opacar la furia, el amor, la tristeza, la belleza de Yvonne, la mujer despechada a la que Rick usó alevosa, inútil, vergonzosamente, como usamos los hombres a las mujeres cuando hemos perdido la esperanza.
Imaginada, creada y gestada en uno de los momentos más críticos de la historia de la humanidad, la película Casablanca, una suerte de contra-propaganda cursi y por ende demencial –y consecuentemente profunda y maravillosa– de la naciente industria hollywoodense que haciendo uso del romance pretendió alimentar la esperanza en un Mundo que ya no la concebía, se convirtió en un Unicornio en un tiempo en que los mitos parecían acabados y superados.
Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid, cimentaron a partir de Casablanca sus carreras y un lugar inolvidable en la historia. Madeleine LeBeau, la insignificante Yvonne, tuvo que conformarse el resto de su vida con papeles secundarios o incidentales en las 32 películas en las que participó, sin que nadie la mirase mas que como un ornamento, una especie de florero, de escultura, una obra de arte menor que siempre careció de ese “algo” que empatizaba con la eternidad.
Madeleine LeBeau, Yvonne, murió hace un par de semanas, con precisión el 1 de mayo de 2016, en Estepona, un municipio de Málaga, España, tras la rotura de uno de sus fémures. Tenía 92 años de edad y fue la última persona en morir que formó parte del elenco de Casablanca. La muerte –incluso la muerte– respetó su condición de persona incidental.
Esta noche, y la de ayer, he mirado, no sé, 20, 30, 40 veces la escena donde todos los desplazados franceses entonan La Marseillaise en el Rick’s Café Americain para acallar las voces de los nazis que recitan –no cantan– “Die Watch Am Rhein”.
No necesitaba hacerlo.
El recuerdo de Yvonne me persiguió siempre a una distancia de cinco pasos y eternamente fue tan incómodo y doloroso como una piedra encallada en un zapato. La francesa abandonada, despechada y bellísima, que llegado el momento se irguió con una dignidad insólita e inédita: tanta que el monstruo Bogart, la sempiterna Bergman y el inolvidable Henreid, nunca dejaron de sacudirse en sus tumbas ante el recuerdo de las lágrimas de LeBeau cantando y clamando por la patria perdida, pero jamás olvidada.
“¿Dónde estuviste anoche?”, pregunta Yvonne a Rick, con la perspicacia naïve de la amante que sabe que está a punto de ser abandonada. “Fue hace tanto tiempo que no lo recuerdo”, responde indiferente Bogart y con ello se gana la admiración de millones de hombres y mujeres en el Mundo. “¿Te veré esta noche?”, acomete de nuevo la ingenua, secundaria y patética Madeleine. Y el inmenso Bogart la destripa y nos destruye a todos con su “maravillosa” respuesta: “Nunca hago planes con tanta anticipación”.
Es cuando menos curioso que la actriz secundaria que se robó la atención de la película Casablanca haya sido la última persona de todos los participantes en la misma en morir. Madeleine LeBeau era tan bella y tan buena actriz –o más– que Ingrid Bergman. Pero la historia, y el destino, decidieron otra cosa.
¿Siempre tendremos Casablanca?
No, Madeleine, Casablanca nunca es para siempre.
Pero que sepas: yo, a diferencia de Rick, siempre estaré enamorado de ti.