Mi primer muerto

Dead man in car after accident

Por ANDRÉS TAPIA // Fotografía: 123RF

Tenía quizá 12 años y corría junto a un grupo de amigos alrededor de un parque. Por alguna razón ociosa e inútil que no recuerdo, habíamos decidido hacer ejercicio todas las mañanas. Esa mañana fue singular.

El parque María del Carmen, situado en la zona norte de la Ciudad de México, es un espacio cuadrangular. Mientras me ejercitaba con mis amigos, en el costado oeste del mismo, esa mañana esquivamos –una o dos vueltas– la puerta abierta de un automóvil lujoso que hacía de obstáculo en nuestra carrera.

A la tercera, cuarta, quinta vez, alguien se preguntó por qué esa puerta estaba abierta y obstaculizaba el camino. Al hacerlo y mirar dentro del auto, descubrimos la razón.

Un hombre, ataviado con traje y corbata, yacía muerto en el asiento del piloto. Su cuerpo estaba inclinado hacia la izquierda, como si hubiese querido escapar, y de su nariz colgaba una estalactita de sangre coagulada. Aún tenía el color de la vida, pero al mismo tiempo su semblante era tan pálido como el de una enfermedad terminal.

Le habían disparado desde el asiento del copiloto –o desde la ventanilla del copiloto–, eso fue lo que concluimos mis amigos y yo pues desde nuestra perspectiva no se apreciaba el orificio de entrada del proyectil.

Esa fue la primera vez que vi a una persona muerta. No sólo muerta: asesinada. Y la retengo en mi memoria no sólo con el asombro propio de quien contempla una situación inédita: en el asesinato de aquel hombre, en su cadáver expuesto en las postrimerías de un lugar feliz, en sus ojos aún abiertos, en ese hilillo de sangre que se derramó de su sien derecha y al coagularse formó una estructura caprichosa y macabra, descubrí, por más absurdo e idiota que suene, una suerte de belleza en la muerte.

El cadáver de aquel hombre me pareció digno, aun a pesar de haber sido asesinado.

¿Qué hacía en un parque de madrugada? ¿Por qué estaba la portezuela abierta? ¡Dios, era tan jodidamente poético, tan literario, tan… bello!

No espero que se comprenda lo mórbido de mi espíritu, pero tampoco que se le prejuzgue y condene: en el asesinato de aquel hombre había una estética no prefigurada ni contemplada que en el horror de su muerte no resultaba en modo alguno repulsiva.

A 35 años de distancia, un diario de la Ciudad de México informa de la ejecución de 16 personas en cinco estados del país. Una de ellas ha sido decapitada y su cabeza colocada sobre su abdomen. La imagen es tan artificiosa por su premeditación, que recuerda en la historia las ejecuciones que Atila y sus Hunos, que Kublai Khan y sus mongoles, perpetraban con tal de aterrorizar a los pueblos que sometían, conquistaban y asolaban, en aras de encontrar menor oposición a sus campañas imperialistas.

Es sólo que Atila vivió y murió entre los años 395 y 453 D.C., y Kublai Khan entre 1215 y 1294. ¿Tantos siglos de distancia no han hecho una diferencia? No en México, al menos.

Desde hace años, la muerte en el país en el que nací ha dejado de ser una circunstancia natural para convertirse en una representación teatral en la que “dramaturgos” sin licencia ni educación perpetran obras de teatro mucho más infames que cualquier musical de Broadway.

¿Pero qué puede esperarse de un individuo que posee un teléfono inteligente y es incapaz de escribir su nombre sin faltas de ortografía? Hollywood, Apple, Netflix, YouTube, Facebook, Twitter… le han dado la oportunidad a los idiotas de suponerse inmortales.

Joaquín Guzmán Loera, el célebre narcotraficante mexicano, es objeto de admiración de los actores Sean Penn y Kate del Castillo. Tanto que uno escribe una crónica acerca de él y la otra quiere hacer una película de su vida porque, a ambos, les parece admirable que un hombre nacido en condiciones de pobreza casi extrema haya conseguido superarse tanto.

Uno y otra obvian –con premeditación, alevosía y ventaja– que el enano de Badiraguato es responsable de cientos de asesinatos, muchos de los cuales incluyen la producción y filmación de tortura y muerte mediante un teléfono celular, en aras de enviar un mensaje a sus enemigos.

Un hombre mexicano decapitado en directo, con mucha más teatralidad pero menos presupuesto que el empleado por el Estado Islámico para ejecutar a sus víctimas, es visible en la Internet desde hace algunos años.

La cabeza de ese hombre, una vez desprendida de su cuerpo, es colocada sobre el tórax que alguna vez la soportó. El horror es tan predecible como la historia de vida de sus victimarios: su padre era un golpeador, su madre una mujer sometida y aceptante, sus hijos unos seres feos y suplicantes de cosas que jamás podrán tener de manera natural… por ello tendrán que hacerse de dinero para comprarlas.

La dialéctica del narcotráfico y el crimen organizado es tan simple como eso. Sus representaciones teatrales, en consecuencia, paradójicamente simples y grotescas.

Dieciséis muertos en México en un solo día, todos ejecutados. El diario Reforma exhibe la imagen de un hombre cuya cabeza desprendida está situada sobre su tórax. El horror ha dejado de ser el horror para convertirse en teatralidad, en un gag tan predecible como las rutinas de Roberto Gómez Bolaños: “Es que se me chispoteó (lectores de otros países estoy consciente de que no van a entender esto, pero mejor que no lo entiendan)”.

Tengo 12 años de nuevo y corro alrededor del parque María del Carmen en la colonia Industrial de la Ciudad de México. Un hombre yace muerto en un automóvil lujoso. Es la primera persona muerta que veo en mi vida.

Su asesinato no me asustó, me hizo entender la vida.

Hubo un tiempo en México en que la muerte era un acto bello, carente de teatralidad, perfilado y diseñado por algo, alguien, que parecía un artista.

Hoy es un acto de vodevil, predecible y seguro, perpetrado por gente que ni siquiera sabe escribir su nombre.

A 35 años de distancia abrazo a mi primer muerto.